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Tormenta

Oct 7, 2024

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Tormenta
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La lluvia se filtraba por la guía de la ventana, acumulándose en sus hendiduras y desbordando sobre el parqué. El viento arremolinado golpeaba contra el vidrio, haciéndolo vibrar sonoramente, como un puño llamando a la puerta, que también vibraba. A excepción de la inquietud del clima, no se escuchaba más nada. Siquiera había puesto música, cuando me asomé para intentar distinguir las luces del semáforo, o el colectivo que intuía debía pasar en ese horario. Sospechaba que el resultado sería desfavorable y terminaría poniendo la mente en blanco. Parada con la taza en la mano, lo esperaba casi como un lamento. Un pequeño ruego a las coincidencias que no siempre ocurren. Y qué, como obra de un pragmatismo casi monstruoso, no se me facilitó esa noche. Lejos, visto desde la altura de mi departamento, una silueta revolvía un contenedor de basura en la esquina opuesta, justo enfrente mío. Bajo un árbol que parecía a punto de desgarrarse. Sentí el impulso de bajar corriendo para advertirlo y a su vez de seguir viendo. La curiosidad morbosa era apenas superada por la negativa a dejar el calor de la estufa, que ardía laboriosa al lado mío, en esa noche espantosa a finales del mes de julio. Las manos de ese hombre habían adquirido una velocidad irrisoria, incomprensible para quien las usa para hacer y no para sobrevivir. Pensaba qué aspecto tendrían. Ásperas era el tipo de razonamiento más pragmático. Me rehusaba a lo corriente. Las pensé amarillas, teñidas del color del descarte, la enfermedad y lo que ya no sirve, pero a su vez persiste, como el hambre, un deseo que merma, que se hace intermitente. Justamente por el mismo pragmatismo que me había congelado frente a esa imagen desoladora, naturalicé tanto la escena que no me había percatado del hombre detrás de él, que lo observaba inmobil. Sin paraguas, quieto bajo el alero del kiosco, cuya luz iluminaba la vereda y del cual solo estaba abierta una ventana enrejada. El único lugar vivo en esa ciudad anestesiada por la tormenta. No podía distinguir sus facciones ni su ropa con claridad, pero parecía estar recubierto por papel celofán. Capas de tela se mezclaban con la ventisquera y no sabía bien dónde empezaba una y terminaba la otra. No era oscuro, pero tampoco colorido. Parecía una mutación extraña que me generaba desconcierto. Intentaba distinguir el color. Parecía una obsesión más ferviente e intuitiva que descifrar la cuestión de qué estaría haciendo allí. Llegué a dudar de mi percepción de la realidad. Si estaría o no. Si era un hombre o alguna bolsa de residuos destrozada por la tormenta que yo estaba confundiendo. Si estaría soñando quizás. O si, en caso de reafirmar su presencia, si lo estaría mirando a ese hombre hambriento o a mí. Poco me duró la duda, ya que fue repentino el puntazo al costado derecho del pobre, que todavía asomaba medio cuerpo fuera del contenedor. Casi como un rayo, o como si lo esperara, se quedó inmóvil, seco como mis ojos que no podían parpadear. La criatura se fue deslizándose por la avenida. A trote, en una carrera torpe pero constante, que dejó entrever sus zapatillas importadas. Un amarillo brillante, que dejaba una estela delgada tras la cortina de agua, que, de a poco, empezaba a mermar.

Eliana Marina

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