Todavía es ayer.
Jul 8, 2025
...
Prehistoria. Hoy.
¿Como iba a pensar el viejo cromañón, ya cercana la hora de su marcharse al lugar de donde nadie vuelve, que todo aquello que era y había sido el mundo de sus pasos y sus descansos, el mundo en el que su vida y la de los como él había podido ser, dejaría de ser de todos para ser solo de uno.
¿Cómo alguien como él podía concebir que lo que había no fuera de nadie y fuera de todos y pasara a ser solo de uno?
El Dueño de la Piedra.
Dicen que en los años secos -cuando las bestias bajaban a las galerías en busca de agua y el pan ni siquiera existía todavía- apareció entre los grupos que habitaban las cuevas un hombre de voz grave y andar firme.
No tenía nombre al principio, pero pronto empezaron a llamarle Zyrtincua: el que hace callar.
No venía solo. Le seguían otros cinco.
Hombres fuertes, con ojos sin pestañeo, que no hablaban nunca, tan solo intimidaban armados con garrotes largos.
Zyrtinvua señaló las entradas y dijo:
—Esto es mío. Todo. Las cuevas, las sombras, hasta el eco. Lo he decidido yo.
Nadie le creyó, o más bien, nadie lo comprendió, al principio. Pero cuando los de la sima norte encontraron sus vasijas destrozadas por manos ajenas, y los del hueco de los murciélagos despertaron con marcas en la piel y sin sus pieles curtidas, el miedo empezó a crecer.
Zyrtincua impuso un tributo.
—Por cada noche bajo techo, me daréis lo mejor de vuestra comida, de vuestra leña, de vuestros cuerpos. No quiero que me queráis. Quiero que me temáis. Y lo estáis haciendo bien.
Y así fue.
Durante muchos ciclos, los grupos obedecieron. No porque no fueran valientes, sino porque el eco de la violencia es largo y se arrastra como la humedad por las piedras.
Uno por uno, los que hablaban en contra de Cyrtincua desaparecían.
Obedeciendo órdenes-costumbre, las mujeres más jóvenes eran llevadas “en honor” del nuevo dueño.
Pero un día nació Abuntka, una niña con ojos de sílex, hija de nadie, alimentada por todos.
Creció escuchando, observando.
Cuando Zyrtincua la eligió para su ceremonia del solsticio, en la que él “tomaba lo que era suyo”, la niña ya no era niña.
Ella no gritó, no huyó. Tan solo, con calma, amabilidad, seducción, le ofreció un cuenco de agua fresca del corazón de la cueva. Él la bebió sonriendo con desdén. Aceptando lo ofrenda como un Dios displicente que sabe que tras esa nada lo tendrá todo.
Y luego cayó.
Porque el agua tenía raíz de beleño, savia amarga, y una pizca de moho que duerme el cuerpo sin matar el dolor.
Cuando los hombres de Zyrtincua acudieron a sostenerlo, fueron emboscados por los que durante años habían fingido ser corderos. Abuntka los había aleccionado.
Usaron sogas de cáñamo, piedras filosas, fuego y rabia.
No hubo discursos. Solo golpes, gritos secos, venganza.
Nadie enterró a Zyrtincua.
Su cuerpo fue dejado en la cámara más profunda, donde nadie llegaba y el eco no alcanza, donde la humedad silba, enferma y mata.
Con los años, se dijo que sus huesos habían desaparecido, tragados por la piedra.
Y una noche, Abuntka, ya cercana su despedida de esta tierra, se acercó a la entrada del sistema de cuevas y, sobre la roca, pintó con barro teñido con sangre seca:
“Las cuevas no son de nadie. Quien quiera hacerlas suyas, será comido por ellas.”
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Durante tiempo sin cifras, lo de todos fue de nadie y así se vivió sin pretender que hubiera amos ni esclavos, pero eso acabó, porque el espiritu Zyrtincua, 'el que hace callar', anida profundo y arraigado en el ser humano.
Desde hace mucho, de ese nido han surgido bandadas de Zyrtincua que obligan a callar y se hacen dueños y abusan con bastones de madera y hueso.
Necesitamos a Abuntka, 'la que se rebela'.
O ella o el silencio.
Eterno.
Dolbach.
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