Un juego que no entiende del todo.

No sé si entraba al consultorio, pero sí se encerraba en el baño y apagaba la luz. Quizá se sentaba detrás del cesto, en silencio. A veces pasaban veinte minutos antes de que saliera solito. Cuando lo hacía, no explicaba nada. Claro, era un juego, pero también una forma de estar y no estar al mismo tiempo, de comprobar si alguien notaba su ausencia, de ensayar la desaparición sin desaparecer del todo.

Entonces, desde acá, es tocar —toc, toc— apenas, para marcar presencia. Como un latir que espera.

No es el tipo de juego que aparezca en los manuales para padres. Porque además, un juego no juega lo mismo todo el tiempo, depende del clima interno. Posiblemente esconder angustias, o a lo mejor, buscar el regocijo del encuentro. No se trata de reglas, ni figuras de acción. Pero eso sí, dice porque, a veces, el cuerpo inventa antes que la palabra. Esas repeticiones silenciosas —esconderse, no hablar, observar desde lejos— pudo ser una manera particular de ordenar el encuentro con lo que asusta. La angustia no se borra, pero se acomoda en rincones seguros cuando no puede ser dicha.

Más adelante, esas maneras no sé si desaparecen. Pero sí diría que se transforman. Se vuelven trabajo excesivo, distancia emocional, sustancia, hiperconectividad o insomnio. No es que ya no se escondan, solo que aprendieron a hacerlo más insospechadamente. La infancia no termina con la edad: algunas angustias siguen pidiendo refugio.

Y pienso que, por eso no siempre hay que abrir la puerta de golpe. No siempre entra el paciente, plenamente, al consultorio. A veces basta con estar del otro lado, sin exigir salida, sin preguntar por qué. Solo estar. Como quien acompaña un juego que no entiende del todo, pero intuye que lo que está en juego… es mucho más que un juego.