Quiero creer que el ruido en mi cabeza no es para siempre o que, si lo es, no será siempre una perpetua condena. Si me va a perseguir día y noche, por lo menos que sea tolerable, maleable, algo que pueda manejar sin querer darme la cabeza contra en piso. He llegado al punto en el que la pared no me parece suficiente: necesito agregar a mi dolor un subtono de arrepentimiento; una plegaria que sea escuchada a través del cosmos, por cada dios y deidad dispuesta a escuchar.
Odio el sabor de las palabras en mis labios. Me duele no encontrarlas en mis manos, en mis dedos que intentan escribir sin parar, sin una idea que se quede en su lugar, vagando por los lugares más recónditos de mi consciencia, esperando a encontrarme vulnerable, necesitando un golpe bajo para que surjan.
Se me escapan las letras y la tinta se desparrama por mi tráquea: me ahoga, me evita poder expresar, poder pensar siquiera. Estoy corta de ideas, estoy corta de ganas y se me recortan las horas. Los días pasan y cada vez escribo menos. Estoy seca. No hay una sola gota en mí que grite poesía, no hay un mínimo atisbo de literatura rodando con mis lágrimas.
Se aleja de mí. Corre hacia el otro lado como si estar dentro mío fuera una condena. No culpo su pena; es más, admiro la capacidad de huir. Quiero poder huir: de mí, si fuera posible; de mi cabeza y de todo lo que no puedo controlar; de la soledad que me deja sin aire día tras día, de todo y todos. Yo también quiero correr.
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