"Tiene razón Mariana Enríquez, bajar es lo peor" decía él, ofuscado y agotado aun conservando una chispa de humor, mientras se deslizaba por una de las laderas empinadas de la Serra Gelada. No se trataba de montañas de gran altura y tampoco eran demasiados los kilómetros de longitud para atravesarlas, una ruta sencilla para dos personas jóvenes en buen estado físico que llevan, por las dudas, un par de zapatillas de trekking en el equipaje de mano.
Salimos cuando la noche todavía no había culminado, en el centro de la ciudad no había nadie. Bueno, tampoco nadie: unos pocos que regresaban de una alguna fiesta y dos disciplinados corredores, de esos que no se toman vacaciones. Sin hacer una gran distancia ya estábamos lejos de las luces, caminando en la oscuridad, sintiendo la brisa húmeda y salada y ese particular aroma que desprende el paso de la noche al día en los pueblos costeros. Nuestra primera parada fue para ver el amanecer, los rayos del sol se asomaban entre nubes que engordaban a medida que se hacía más claro. Le rogamos al cielo que tuviera clemencia, que las nubes siguieran ahí para cubrirnos un poco del abrazador sol de agosto pero que no nos mandaran una gran tormenta que hiciera imposible la caminata. Una cala, como le llaman allí a ese bocado del mar sobre las rocas, se veía tan tentadora, despoblada, riquísima. No nos detuvimos porque nos esperaba la subida, la parte más difícil, o al menos eso era lo que pensábamos.
Apenas marcado, con pocas advertencias y continuas subidas y bajadas, así fue el sendero de nuestras travesía. No es curioso que esta sea una excelente metáfora para el tiempo que llevo viviendo en un lugar nuevo. Un día de diciembre, casi sin darme cuenta ingresé en la categoría de personas que dejan un pedazo de sí en su "lugar de origen", que transmutaran su identidad en otro lugar al que tampoco pueden llamar "destino", se nos conoce comúnmente como migrantes. Cuando empecé a escribir esto sumaban 9 los meses en los que se ha estado gestando una nueva versión de mí, justo cuando faltaban apenas un par de días para que se cumplieran 30 años de la primera vez que lloré al respirar por mi propia cuenta. Este renacimiento es también un redescubrimiento de cosas que pensé que ya sabía.
Eso que pensamos que nos sale naturalmente, como resultado de nuestro instinto o simplemente por nuestras dotaciones biológicas también es algo que se aprende y se está aprendiendo constantemente. Por ejemplo, yo pensaba que sabía todo lo que necesitaba para caminar porque llevo haciéndolo casi la totalidad de mi vida. Pero caminar de a dos tiene lo suyo, a veces fluye, a veces es difícil y así nos ha pasado en toda esta travesía, no la de la Serra Gelada, la de la vida migrante. Algo que aprendí de caminar juntos es que es importante acompasar, mantener la distancia adecuada, esperar con paciencia y a veces debatirse entre seguir solo o regresar cuando el otro ha dicho hasta acá llego. También te permite repartir el peso de la mochila y se siente seguridad saber que alguien va a estar ahí si te caes, si necesitas una manito para trepar o un "dale que ya falta menos", si no estás seguro como interpretar dudosas señales. Caminando juntos se comparte el asombro cuando una vista increíble te roba el aliento, la forma de una piedra te parece estupenda o la pluma de un ave la magia misma y también el fastidio de la repetición por no encontrar el sendero anhelado o idealizado y tener que tomar uno alternativo sin conocer la ruta, sin saber a dónde llevará todo este esfuerzo hecho en par. Se aprende también a manifestar el cansancio y a pedir una pausa cuando la necesitas, a identificar, nombrar y aceptar los dolores y a cambiar el ritmo. Y sobre todas las cosas siempre se comparte la satisfacción de haberlo intentado, juntos.
El hike terminó en la cala que vimos al empezar el camino. Pero ya no parece la misma cuando estamos de regreso: buscadores de peces de colores con sus snorkels, acróbatas que saltan desde las piedras, murmullos de conversaciones al ritmo de las canciones del top 50 y el olor a bloqueador solar mezclado con aceite de coco. Y de nuevo pienso en la metáfora, que me hace de espejo ¿Se puede cambiar tanto en tan poco tiempo? Quizá la respuesta es sí, pero también se trata de aceptar la dualidad: es esto y también lo otro, nosotros somos esto y también lo otro y a la vez ya no somos los mismos. Ya eran más de las 4 de la tarde y, sin pensarlo demasiado, nos zambullimos en el suave oleaje del Mediterráneo y disfrutamos también del bullicio de una playa en pleno verano.
Se percibía una sensación de que algo había quedado inconcluso, los dos sabíamos que había que volver a esa cala vacía y tranquila, necesitábamos que el mar con su cadencia se llevara los dolores de tanto subir y bajar en esta montaña mágica de la vida. Pero no fue inmediato, aunque suene ridículo no es fácil desprenderse de los dolores que te van marcando. Recién después de atravesar dos noches, cuando la última de nuestras vacaciones arrancaba su despedida, volvimos. Apenas amanecía y nosotros ya empezábamos a nadar, el agua se sentía fresca y la brisa también, me sumergí un tiempo que pareció eterno y al salir una bocanada llenó de un aire nuevo mis pulmones, esta vez no lloré como la primera, pero exhalé un largo y profundo suspiro. Todavía sigo aprendiendo a respirar. Un par de segundos después, él sacudió su cabeza en la superficie y sin decir ni una palabra, ni hacer un gesto nos fuimos acercando juntos a la orilla. Nos saboreamos la sal en los labios y nos recostamos sobre las piedras para secarnos con nuestras toallas tibias de un calor anterior guardado en sus fibras. Pasamos un buen rato así, hablando poco y observando mucho. Mientras la luz del sol empezaba aclarar, pensé: bajar no es lo peor, lo peor es no moverse.
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