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Tiempo

Nicolás

Abr 8, 2025

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El cielo de La Plata se tiñó de naranja y negro. A lo lejos, por las lomas de Ensenada, el humo se mezcla con las nubes y la contaminación ataca mis pulmones. La temperatura parece haber bajado de repente y mi cuerpo tiembla entre el humo del cigarro, el vapor del café y el instante que acaba de sucederse y se vuelve a repetir como tiritando en el limbo de un segundo que avanza y retrocede, como si el reloj no existiese.

Los caminos inconducentes de un amor adolescente me están llevando hacia desérticos mundos mientras mi cuerpo se pierde en la ansiedad insólenme. De fondo, una melodía de Chopin ilumina el oscuro silencio de una realidad inexistente, de un presente tan continuo como pasado ¿Existe acaso un futuro o solo vivimos en un pretérito indefinidamente soluble?

El hastío de una rutina que agobia y un futuro hegemónico están explotando mi aura de joven imberbe (un alma que ya no reverbera). Quiero salir corriendo a las mieles de un humo narcotizante que me sede de la bomba de emociones que explotó en mi interior y ahora brota en forma de palabras inconclusas, mal escritas, ciegas, detenidas en una dimensión arcaica.

Me vuela la cabeza pensar, detenerme por un segundo- si es que se puede- en que cada letra que voy escribiendo ya quedó atrás. Que el reloj avanza segundo a segundo y yo lo persigo siempre desde atrás. Como un perro corriendo una zanahoria inalcanzable. Una letra; pasado. Una palabra; pasado. Una oración; pasado. No existe el presente, es tan solo un constructo social para no caer en la esquizofrénica conclusión de que nada está en nuestras manos; de que todo lo que hacemos ya pasó y no tenemos control alguno sobre ello.

Dos horas me alejan del funesto destino de un cajón que se lleva una vida repleta de alegrías y olvidos. Quedará bajo tierra aquella primera sonrisa desplegada, aquel primer beso entregado. Se enterrará, para siempre, aquel instante ínfimo en la historia del universo que solo les pertenece a ellos dos. Ese instante preciso en el que dos miradas se entrecruzaron por primera vez. Con detalle de orfebre, el panteonero sepultará bajo toneladas de tierra la sonrisa tenue de preadolescentes y aquella mirada clara que tuvo el poder infinito de detener el tiempo para siempre.

Entonces, me quedaré en silencio y derramaré la última lágrima de la noche. El sepultero me observará con la cara de un oficinista agobiado por la rutina. Yo saludaré en tu honor al destino que decidió nuestros desencuentros y brindaré con un vino blanco al dulce martirio de abandonarte para siempre. Escribiré mi propia despedida. El cielo estará oscuro, el tren romperá la noche, nos separaremos de una vez y para siempre en la eternidad continua del nunca jamás. Será así que en el idílico final seré dueño de mi propio reloj, los segundos me correrán de lejos, las agujas se derretirán y ya no habrá pasado; solo el limbo de una melodía eterna que bailaremos juntos.

Nicolás

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