...
Lo único que tengo.
Nadie puede vivir un tiempo ajeno.
Todo César vive su momento.
Mi hijo, su vida.
Mi padre, su vida.
Yo, la mía.
Nadie tiene más; por mucho que haga, se pretenda, se consiga, no hay más que el limitado tiempo de cada vida.
Y todo cuenta. Y nada importa.
Es un camino que tiene la banda sonora de un constante tic, tac. Cuestas arriba y abajo. Curvas abiertas y cerradas. Túneles. Montañas escarpadas. Playas.
Quizás hay quien tiene todo señalizado, pero los más, avanzamos a ciegas, improvisando, equivocando.
Es el modo eterno de surcar el tiempo.
El modo eterno de surcar el tiempo.
Con los pies llenos de barro y las manos vacías.
Con el recuerdo de una risa que se apagó en la curva anterior,
y el presentimiento de otra, más adelante,
tal vez.
Y aun así, uno sigue.
Porque detenerse no detiene el tic. Ni el tac.
Porque el paisaje cambia,
aunque uno no lo mire.
Porque hay soles que no se ven,
y lluvias que limpian sin permiso.
Y a veces —muy a veces—
uno atina a decir:
“Estoy aquí.”
Y ese 'aquí', fugaz y minúsculo,
es todo lo que hay.
Pero, por un momento, basta.
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