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That is the question

Jul 23, 2025

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That is the question
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Despertar fue la peor parte en Jeremías. La voz que sentía susurrarle en su sueño se alejaba como el sonido escapando dentro de un túnel. La habitación, iluminada tenuemente por la luna asomándose desde el ventanal adyacente a la cama, recorría un silencio sacro mientras Jeremías racionalizaba, entre algunos jadeos, qué había ocurrido. Luego de un rato sentado sobre el cabezal, y sin ninguna tranquilidad, se levantó directo la cocina en busca de agua al notar la garganta seca.

Una vez allí, no faltaba mucho para que se oyera el reloj del living, que lindaba a la cocina, sonar anunciando las seis en punto; horario con el que iniciaba su día.  Rezongando y sin olvidar la inquietud de su sueño, Jeremías, vistiendo ya su mameluco liviano, se dirigió a los campos que trabajaba con otros vecinos, a pocas cuadras de su hogar.

El pueblo en donde él vivía funcionaba casi como una cooperativa. Olvidados en medio de las pampas y con un ferrocarril cuya existencia es solo un mito, Jeremías pudo experimentar una alternativa a esta vida mudándose a la Capital; ciudad de la que se retiró al posterior llamado de su madre anunciandole que su padre sufrió un ACV. Murió a los días, todo en la misma semana de la resolución 125. Tiempo después lo hizo su madre. Jeremías, vencido, con nada por volver a Buenos Aires más que un amor fracasado, se resignó a permanecer en su pueblo.

"Era ella... La voz... La voz..". Se repetía bruxeando los dientes. Era imposible no notar su ansiedad tensando el ambiente, y así se lo hicieron saber sus compañeros ante su confuso ánimo y la duda.

—Era una voz que susurraba —explicaba su sueño—, pero no era inaudible. Creo que podía entender "esperá, esperá", o algo así.

Mientras los 12 vecinos que eran junto a él escuchaban con detenimiento, uno sugirió:

—¿Te habrá querido decir "Estela, Estela"? Fíjate la fecha que es.

Todos se callaron hasta el final del día. Era doce de mayo. Se cumplían nueve meses sin la madre de Jeremías. Lejos de encorelizarlo, la ofensa que se esperaba salir de él solo fue un suspiro aliviando su carga, quizás estando tranquilo.

La tranquilidad no duró más que horas. Solo se oían unos pasos en la calle de tierra proveniente de algún caballo pastando, cuando de la habitación de Jeremías un gemido espantoso salió de él. Con los ladridos revolucionados de perros que lo oyeron y con la respiración más que agitada, resolvió abrir medianamente el ventanal que daba a la noche y quedarse recibiendo aire. Se percató con pasividad del reloj sonando a través del pasillo, y entre tardanza su jornada reanudaba.

Las expresiones faciales se les hacían ajenas a quien lo mirase. Lejano de su allegado carácter cotidiano, su cara lucía pálida y abrumada, como de haber observado un fantasma. Nuevamente despertó la atención entre sus compañeros, pero esta vez por sus gesticulaciones y ademanes denotando nerviosismo.

—Escuché aún más susurros —dijo, con fuerza leve en la voz—, y lo sentí muy vivo; por poco percibo calor al costado de mis orejas...

Un tiempo viéndose en silencio, alguien cuestionó:

—¿Se te hizo conocida quien te hablaba?

—Era muy dulce. Posiblemente.

Ya habían pasado varios días de sucesos así con él. La voz se hacía muy presente en su cabeza, y preferentemente continuó con algunos de sus delirios en silencio, callando el susurro que se instauraba; sin decirlo. En el pueblo no hay psicólogos, mucho menos psiquiatras. Los compañeros de trabajo eran su única escucha y aún así no ayudaba de mucho, y previniendo el aumento de un estrés crónico le cedieron días libres para oxigenar su mente. Jeremías se enfrentaba a una disyuntiva: consultar cita con algún psicólogo en Buenos Aires o asumir su locura. Y creerse loco le parecía la solución más favorable que volver a suelo porteño.

Así corrieron los días por un extenso periodo. Llegado el invierno, Jeremías merendó en uno de los dos únicos bodegones del pueblo. Llovía afuera mientras veía el minúsculo caudal de agua acumularse en el cordón de enfrente, sentado al lado de la ventana, solo algunas gotas baladíes tocaban el cristal; a la espera de su submarino caliente. En su contemplación el chirrido de la puerta trabajada por el tiempo sonó con fuerza, pero sin la suficiente para que él lo advirtiese. Jeremías solo se inmutó cuando la persona que había entrado, una mujer morocha con voz dulce y femenina, pero furiosa, lo increpó sentándose en frente suyo:

—¡Estoy harta, y ya no sé cómo expresarlo! No quiero que me sueñes como si fuese mi culpa, ni  pienses cuál es mi nombre o quién soy, desde ya te lo voy advirtiendo. Ya está. ¡Se acabó! No te vas a morir solo, nadie muere solo...

Moderadamente cada palabra aparentaba ira, pero en el tono se vestía de lástima misma. Los ojos de ella se metían en los de él con la mirada de haber superado su tolerancia. Jeremías solo escuchaba, solo la veía en silencio.

—Esperá. Esperá nada más—calmando ya sus palabras—, pero déjame tranquila. ¿Qué pretendés tener sin buscar nada? ¿Qué es lo que necesitás de mí? ¿Cuánto necesitás?

Diciendo eso, como punto final a su aparición, se fue al mismo tiempo que Jeremías agradecía a la mesera por servirle el submarino. El bodegón aparentaba estar lleno, pero lejos de sentir vergüenza por el papelón del evento experimentó en sí un confuso agradecimiento. No la conocía, ni le dirigió una palabra ni la analizó al marcharse. Solo liberó un suspiro redentor, quizás por ser palabras valientes, palabras que nunca oyó de alguien y que él además desconocía.

Volviéndose a la ventana vio a una muchacha amagando, a pasos torpes, baldosas fuera de lugar que acaparaban gotas de la lluvia; parándose erguida, con un paraguas transparente, se giró hacia atrás suyo por donde venía un joven a medio trote y con un morral apenas cubriéndolo del temporal. En su apuro, pisó en falso y salpicó, almorzando de lleno, el agua acumulada en los huecos de una baldosa. Jeremías, desde dentro, seco y acogido por calor observó a la muchacha, primeramente, reírse burlona del joven, y luego darle un ósculo en los labios, abrazando sus prendas húmedas.

Él apartó su mirada hacía donde la neblina en el horizonte ya se hacía espesa.

—No sé cuánto te necesito...

Jeremías sintió haber perdido, y verdaderamente estar húmedo y empapado de un peor frío. Esa noche sin embargo descansó tranquilo, noches posteriores aún más. Y sin embargo...

Gonzalo I. Lloret

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