Mi paso de un niño a un adolescente, como se deben imaginar, fue turbulento. Sabía que esos días donde no hacía casi nada se terminaban; ahora empezaba la etapa donde comenzaría a ayudar en el trabajo a mi papá y tendría más responsabilidades, con cierta torpeza, que no me dio una buena fama, digamos.
Por esta edad también sucede un cambio que fue, o es, uno de los más importantes. A mis 11 años, yo estaba haciendo la confirmación, pero al mismo tiempo asistía a una iglesia evangélica que estaba en la cuadra donde vivo. Me gustaba porque nos hacían jugar y era más divertido que la confirmación, aunque no iba muy seguido. Otra cosa es que un vecino me enseñaba de Dios; nos buscaba en casa y nos daba las enseñanzas. Esos son mis primeros contactos con la iglesia evangélica.
Un día, también a los 11, mi mamá me lleva a una iglesia evangélica, no la del barrio, era otra. Llegamos, nos sentamos y empezamos a escuchar al pastor. En un momento, en medio de la prédica, comencé a llorar, no sé por qué. Mi mamá me preguntaba: "¿Por qué lloras?" y yo respondía: "No sé". Cuando ya tenía 12 años, con la confirmación terminada, vuelvo a ir a esa iglesia, pero en la sede más grande, y otra vez, exactamente cuándo pasó no sé, pero me acuerdo que empecé a llorar y lo que recuerdo es un abrazo fuerte, de alguien que hasta hoy no sé quién fue. Ahí comenzó, como yo diría, la nueva aventura con Dios.
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