I got this picture.
Tengo esta imagen guardada. Llega como canción, como esquina de luz en la pared, como el polvo que se posa en una mesa antigua. La nostalgia nos acompaña casi siempre. Hay dos formas de tratarla: añorar lo que ya no está o agradecer lo que fue. Yo elijo agradecer. Porque en la vida hay que reconocerse: capaces de equivocarnos tanto como de brillar. Siempre hay una lucha interna: hacer lo “correcto” o ser fiel a lo que de verdad queremos. Y en esa fidelidad cometemos errores. A veces dañamos; al hacerlo, nos dañamos. Cuando aprendemos a vernos como reflejo —de lo que somos y de lo que no queremos ser— entendemos que tú eres yo y yo soy tú, y que todos somos uno.
La canción me devolvió esa frase que reconozco pero no recuerdo del todo: conservo una foto de cuando éramos amigos, de cuando éramos niños. No sé cómo dice exactamente, pero me abrió un umbral. La vida es ciclo: trae y lleva, borra y devuelve, nos hace creer que algo quedó atrás y, de pronto, nos lo pone enfrente. He conocido tanta gente en este viaje: hay quienes se quedan, hay quienes se van; hay de quienes yo me fui y con quienes me quedé. Todos dejaron algo: aprendizajes, a veces heridas. En su momento dijimos cosas, hicieron cosas, hice cosas. Las consecuencias clavaron alfileres y creencias absolutas. Qué fácil fijar a alguien con un pin por un mal momento, como si toda su historia cupiera en ese recorte. Pero nada es entero en un solo gesto: la felicidad son fragmentos, y también el enojo, la tristeza, lo que pasa. Fragmentos.
Me siento y pienso. Digo: gracias. Gracias por todo. Gracias por los momentos. No nos sirve de nada traer el pasado al presente para castigarnos, pero sí para agradecer con calma. Yo conservo fotos de los sitios donde estuvimos, lugares que compartimos; hoy puedo pasar por ahí, o no, y aun así recordarlo todo. A veces no aparecen personas en esas fotos. Solo están el espacio, la luz, el color, el aire detenido. Y eso basta.
Siempre fui observadora. De niña perseguía insectos, no para atraparlos sino para mirar sus colores. Más grande, volví a la fijación por las plantas, por el cielo, por la gama de azules y verdes que cambia con la hora. Soy esa que mira los detalles, que podía fotografiar una calle, una casa, un color y, con eso, revivir el momento entero. Por eso durante mucho tiempo preferí fotografiar espacios y no rostros. El espacio me devolvía la escena completa, como una película silenciosa. Hoy me alegra estar volviendo a eso: a la persona que es feliz tomando fotos, guardando recuerdos de lugares. Y ahora también me gusta tomar fotos a personas, pero sin pose: cuando la vida pasa de verdad.
En esas imágenes también vive la gente que amé a su modo. Aquella chica de gafas moradas con la que hice algunos viajes. La chica de la coleta con la que compartí playa y cine, con la que reí por nada y por todo. Y un montón de personas más. Me da felicidad saber que algunas aún están, y otras ya no. Así también se escribe la memoria.
También me acuerdo de ustedes. Aquellos a quienes amé, o creí querer, en esa idea vaga y falsa sobre el querer. El de ojos pequeños con heridas sin voz, el de voz bonita con pesadez sobre los hombros, y tú… el de los corazones fugaces. Tengo esas fotos de ustedes siendo; yo los observaba intentando retratar el momento, o algo, porque corre la idea de que tarde o temprano será difícil recordar.
Y probablemente me cuesta mucho olvidarme de ti. De quien es justo, de quien me acordé al principio de la canción. Porque éramos unos niños, jugando, y nunca supimos acercarnos. Y tengo esa foto de nosotros en esa fiesta, jugando con mi cabello. Recuerdo esa canción, que me acompaña siempre, y cada vez que la escucho te recuerdo. Recuerdo ese viaje, ese lugar que ahora es tuyo: cada vez que lo visito estás ahí. Y aunque vienes y vas, sé que ya no vas a venir otra vez. Y eso me parte, pero al mismo tiempo sé que es la señal de que esto ya fue demasiado, y que realmente quiero algo mejor. Y si en algún momento la vida nos pone de nuevo, ojalá esta vez seamos más claros.
A veces vuelvo muchas veces a la infancia. Regreso a esa niña. Toco su puerta. La abrazo. La conozco desde su dolor. La tomo de la mano. Caminamos juntas. Regresamos a la misma alma curiosa que éramos: la que quiere aprender, llenarse de saberes del mundo, conocer universos no solo de espacios sino de personas. La cineasta Agnes Bagda una vez dijo que si abríamos a las personas nos daríamos cuenta de que son paisajes. Creo que eres un paisaje inmenso en el cual me gustaría viajar conociendo mundos nuevos tuyos. Y también los de otros, porque cada quien es un territorio distinto, una estación, un puerto, una orilla.
Recuerdo los patios de los abuelos. De niños todo dolía menos. Todo era más mágico. Los imaginábamos como universos extensos, interminables, donde los pasillos eran ríos y las paredes, montañas. Ahora, de grande, paso frente a esa casa y me lleno de una tristeza rara que no es tristeza: es nostalgia. Veo “solo” el lugar, más vacío, más gris. Y, sin embargo, ahí estuve: comiendo en esa mesa, yendo al rancho, jugando con mis primos y mis tíos junto a un lago —o era una laguna, no lo sé—, correteando pollitos o pájaros. Me encanta recordar esas cosas. Me dejan una luz limpia en el pecho.
Desde niña me fascinaban los colores. Preguntaba por qué se llaman así las cosas. De tanto preguntar terminé estudiando una carrera que enseña por qué los nombres son como son, de dónde vienen, cómo se enlazan. Entendí que todo está conectado. Aprender fue duro. Vivir, más. Hubo un tiempo en que no quería estar. Y ahora estoy. Y estoy feliz. Y quiero dedicarme a eso: a ser feliz.
A veces me descubro mirando “esas partes pequeñitas en las que uno desea ser besado, acariciado o abrazado”. También miro las “partes chiquitas” de mi casa: la esquina donde se forman remolinos de polvo, el filo de la puerta que se astilla, la sombra que se dibuja a las cinco. Esos mínimos sostienen la memoria. Un elemento cualquiera —un vaso, una lámpara, un azulejo— puede llamar a toda la escena. Quiero volver a llenar mi teléfono de recuerdos; que mi galería sea verde, azul otra vez. Que cada elemento que compone una fotografía me devuelva el momento entero.
Hace unos días pensé en una analogía: varias personas pueden fotografiar la misma cosa y, aun así, cada una le da un enfoque distinto. Justo así es la vida: según la miras, así se revela. Por eso, cuando hoy repaso lo que pasó, entiendo que muchas cosas salieron mal porque “nunca hubo esto” o “faltó lo otro”; es cierto. Pero también es cierto que ahora puedo decir: gracias. Gracias por lo que vino y por lo que se fue. Gracias por lo que no supe y por lo que ahora sé.
Espero, de corazón, que quienes herí me perdonen. Y, si no, que se perdonen a sí mismos por no saber aún las razones de lo que pasó. Yo también me perdono. Porque todo acto, en alguien más, termina siendo un acto en mí. Y porque he aprendido que traer el pasado al presente para vivir ahí no sirve; mirarlo con ternura, sí.
Sigo creyendo en los espacios sin pose, en las fotos que no obedecen a la cámara sino a la vida. Sigo creyendo en la niña que pregunta por los nombres, que corre detrás de los colores, que abraza. Sigo creyendo en las personas como paisajes, en los patios que alguna vez fueron galaxias, en la orilla donde no sé si fue lago o laguna pero recuerdo el agua.
Creo que estoy enamorada. No solo de alguien —aunque también—, sino de la vida misma. De sus mínimos, de sus restos, de sus cicatrices, de su manera de volver. Y ahora, sencillamente, quiero esto: ser fiel a mí, y ser feliz. Llenar la memoria con luz. Volver a mirar. Volver a agradecer.
I got this picture. Y en esta foto caben todas las demás.
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Blanca Cruz Gálvez
Hola 🌍 No considero mi escritura un poema, pero me gusta relatar mis sentimientos 🍄
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