Al ladito de mi cama
se encuentra mi insomnio.
Tranquilo.
Cómodo.
Me abre las cortinas
para que no me pierda la entrada del sol.
Se arrulla,
se esconde bajo las sábanas,
no me dice nada.
Y cuando lo hace,
gruñe:
“Te regalo el sol.”
Yo, desde mi cama,
cada noche me hago más chiquita,
esperando.
Solo esperando que den las seis,
para que por fin
pueda descansar un poco el corazón.
Pero al ladito de mi cama
mi insomnio se despierta muy puntual,
a las ocho.
Se siente pesado.
Yo solo finjo dormir.
Quizás, si me escondo,
si no hablo,
si no respiro,
si me muero,
mi insomnio, por fin:
me sienta,
me piense,
me crea,
me deje,
me quiera.
A la una lo veo.
Abre las cortinas.
Se arrulla.
Se tapa.
No me habla.
O si me habla, me gruñe:
“Te regalo el sol.”
Y desde mi cama
todo se hunde.
Y yo solo espero,
y espero,
desaparecer.
Así, quizás,
mi insomnio ya no me odie.
Así, quizás,
no me duela.
Me abandone.
Cierre las cortinas.
Se borren las ojeras.
Se acaben las pesadillas.
Así, quizás,
deje de ser masoquista,
y ya no necesite
que me quiera.
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