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Te oigo y suena a triunfo.

Lumi

Jul 16, 2025

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Te oigo y suena a triunfo.
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Te oigo y suena a triunfo.

Hay nacimientos que no acontecen en el tiempo, sino en la eternidad del símbolo. Y hay seres raros, indómitos, inasibles que portan en su carne el fulgor de lo que aún no ha sido dicho por la lengua de los hombres. A uno de estos llamo hijo.

No es herencia lo que le pesa en la sangre, sino una memoria anterior a la historia: una estirpe que caminó entre nieves originarias y silencios sagrados, una genealogía de sombras errantes que, sin embargo, portaban en sus pupilas el germen de la luz. Él es esa luz tornadiza, ese prisma viviente cuya mirada muda como el cielo en sus días de dios errante.

¿De qué materia está hecho su fulgor? Es trigo soñado por inviernos: no la espiga concreta, sino la idea del pan antes del hambre. Su rubiedad no remite al sol, sino al oro de las visiones. Sus cejas, apenas insinuadas, parecen negarse a velar el rostro, como si el alma hubiese decidido exponerse sin defensa alguna. Es, en su desnudez, un desafío a la mentira que la civilización impone con sus máscaras.

Tiene el semblante de los querubines que no decoran cielos sino que custodian umbrales: aquellos ángeles de piedra, antiguos como la culpa y más bravos que el perdón. Pero en su pecho arde un fuego que no ha sido domesticado. Dice “no” con la majestad de quien guarda un reino invisible, y ese “no” es un acto de soberanía, un acto divino.

Su risa no es juego, es himno. No es eco del placer, sino afirmación de la existencia. Y su ternura ¡ahhhhhhhhh, su ternura! no proviene de la educación ni del ejemplo. Es idioma original, lenguaje no aprendido, huella de un mundo más noble donde el amor no se mendiga, sino que se respira.

No es un hijo como los demás. No conquista ramas ni escalas convenciones. No es ave de árboles, sino de abismos interiores. Su vuelo no se mide en altura, sino en profundidad. Mira, toca, observa y desarma. Su caricia no es gesto: es destino.

Ama sin pedir permiso, cuida sin cálculo, regresa como el mar: a veces tumultuoso, a veces manso, pero siempre con los brazos abiertos. Su enojo no es rabia, es advertencia. Y su retorno es acto sagrado: cada regreso suyo funda nuevamente el vínculo, lo reinventa con la ternura de un dios niño.

Yo, que le he dado mi sangre, soy menos su origen que su testigo. Lo contemplo y algo en mí se inclina: un asombro, una reverencia, una certeza. Lleva en sus ojos el azul de mi herencia y el eco gestual de mi padre, pero ha roto la cadena, ha fundado algo nuevo. Es lo que no existía antes de él.

Por eso lo canto. Porque amarlo es comprender retrospectivamente toda mi existencia. Todo lo que fui se justifica se redime en la luminosa evidencia de su risa. Y en ese instante, cuando me llama, cuando me nombra, no soy madre soy discípulo de una revelación.

Lumi

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