Hay quienes desaparecen sin hacer ruido,
como un fósforo que se apaga en la boca del viento.
Otros se van de golpe,
dejando un portazo en el aire,
una ausencia con la forma exacta de su cuerpo.
Tu partida, en cambio, dejó un silencio ensordecedor.
Te fuiste como si nunca hubieras estado,
sin estela, sin sombra, sin duelo.
Un día dejaste de ser,
de estar en mis manos, en mi boca,
en mis preguntas que nunca respondiste,
en las explicaciones que nunca me diste.
Te busqué en los rastros mínimos,
volví sobre todo lo que fuimos.
Pero no estabas.
No estabas en ningún lado.
Y entonces, hice lo único que podía hacer.
Te inventé una muerte.
Para que tu huida no duela tanto.
Para no pensar en tu risa intacta,
en tu cuerpo intacto,
en tus manos sobre otra piel
que no es la mía.
Te inventé una muerte porque era más fácil
imaginarte bajo tierra que caminando lejos.
Era más fácil un cuerpo frío que un cuerpo
que elige no volver.
Te inventé una muerte
porque no soportaba el peso de la elección,
porque dolía más saber que te fuiste
con los ojos abiertos,
sin temblor en las manos,
sin una sombra de duda.
Te inventé una muerte
para poder llorarte sin que nadie me diga
que no tengo derecho,
para poder dolerte sin vergüenza,
para hacer de tu ausencia un hecho irreversible,
para no preguntarme si alguna vez pensás en mí
cuando nadie mira.
Te inventé una muerte
para no admitir que te fuiste
con los pies bien firmes sobre el mundo,
con el pulso en calma,
con la certeza brutal
de que nunca me elegiste.
Te inventé una muerte
para que tu ausencia sea algo más
que solamente una elección tuya.
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Cielo Hochberg
No sé por qué siempre que escribo termino hablando de ausencias, de muerte y de amor. Será que quizás son las únicas formas de vida que conozco.
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