El dolor sigue recostándose junto
a mí en tu cama, mientras intento
cuidar las piezas que dejaste.
Te fuiste, pero todavía puedo sentirte.
Puedo sentir tu olor en cada parte de la
habitación y oír tus pasos por la noche,
como si nunca te hubieras ido.
Intento no llorar por las noches,
y no despedirme.
No quiero que todo se sienta real.
No quiero mirar los lugares vacíos y los
asientos que ocupabas, siendo ocupados
por alguien más.
No quiero tener que venir a tu casa en
busca de un consuelo tuyo y que ya no
estén tus brazos para abrazarme.
No quiero despedirme de la persona que
creía en mí cuando le contaba fantasías
tontas de querer ser escritora.
Todo se siente tan frágil en este momento,
que si me muevo un centímetro de más,
podría derrumbarse cada pared
construida.
El dolor presiona mi pecho como si
intentara asfixiarme en él, como si fuera el
único sentimiento.
Así se siente.
No hay nada más que el dolor, aquel que
se esconde entre sonrisas y risas
temporales.
Paso una semana y cada dolor se siente
como cuando al caminar,
se arrastran los pies.
Te llevé nuevas flores, como si pudieras
verlas y decirme cuánto te gustaban.
El abuelo todo el día cuenta historias que
ya conocemos, pero sigue hablando como
si estuvieras aquí.
Todo se siente tan vacío, tan extraño.
Aún conservas las cartas por temor a
perderlas, pero te perdimos a vos.
¿Cómo hago para mantener todo intacto?
¿Cómo hago para no derrumbarme?
Jamás quise sentir tu ausencia, por muchas veces que me enojara.
Tu ausencia arde, convirtiéndose en una
cicatriz que jamás sanará.
Y la pérdida se siente tan extraña, porque
jamás quise que fueras mi primera pérdida.
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