Te dejé ir, pero no te vas.

Te dejé ir con palabras que no dije,

con silencios que retumbaban en las paredes de mi soledad.

Te dejé ir, amor, con la esperanza

de que el viento te llevaría lejos,

pero el sonido de tu risa aún resuena en mis oídos.

Te dejé ir entre susurros y promesas incumplidas,

te dejé ir cuando el sol se ocultó tras el horizonte,

pensando que el tiempo cerraría las heridas,

pero cada día, cada hora, te siento más cerca,

como si fueras una sombra que se niega a desvanecerse.

Te dejé ir, pero no te vas,

te quedaste atrapado en cada rincón de mi ser,

en cada esquina de mi corazón destrozado.

Te culpo, amor, por no desaparecer,

por seguir aquí, enredado en mis pensamientos,

como una enredadera que ahoga mi razón.

Te dejé ir en la quietud de la noche,

cuando las estrellas brillaban sin consuelo,

te dejé ir con lágrimas silenciosas

que nunca llegaste a ver.

Te dejé ir, pero no te vas,

te quedas en cada suspiro, en cada gesto,

en cada rincón de este vacío inmenso

que dejaste tras tuyo.

«No es mi culpa» me digo, no puede serlo,

es tu presencia la que persiste,

la que se niega a desvanecerse

en el olvido.

Te dejé ir en el amanecer de mis dudas,

cuando el día nacía con promesas de olvido.

Te dejé ir, amor, pero no te vas,

te quedas en los espejos

—sos mi reflejo—,

en las sombras.

Te culpo a vos, por no marcharte,

por seguir acá, invadiendo mis días,

por no desaparecer en la bruma del pasado.

Te dejé ir, pero no te vas,

y en cada esquina de esta ciudad que alguna vez llevó tu nombre,

te encuentro, te busco, te pierdo,

te dejo ir una y otra vez,

pero siempre regresas, en un susurro,

en un sueño del cual no quiero despertar.

Te dejo ir cada día, cada noche,

pero siempre vuelves, en un gesto, en un aroma,

en la bruma de un recuerdo que no se disuelve

Me pierdo, te busco, te culpo,

te dejo ir, pero no te vas,

y quizás nunca te irás.