Desde la insurgencia del pie
posando sobre la nada,
el balcón del sexto piso
me parece tan propio
que siento la certeza de siempre
haber pertenecido aquí.
El humo se desliza lento,
choca contra el tanto cielo
insufriblemente inclinado sobre mi cabeza,
tan profundamente cerca
que cada resonancia de la noche llega:
algunos sonidos en forma de poemas,
escritos por gente igual de ajena al sueño que yo;
otros, gritos de auxilio de muertos insufribles
que no terminan de aprender
a no querer morir.
Pronto dejaré de escuchar
los pasos inciertos de la calle.
Apagaré, uno por uno,
los nombres que alguna vez me llamaron.
Borraré cada certeza que alguna vez me acompañó,
cada “te quiero” salido en suspiro,
y conmigo se irá cada mirada
de los tantos nadie
que alguna vez consideré mi todo.
La bruma de este cielo
caerá sobre mis párpados
y ya no habrá distinción
entre la noche y el sueño.
El humo seguirá su viaje
y yo seré un tramo más de su sombra.
Las voces se quedarán atrás,
sin pronunciar mi ausencia.
Todo lo que conozco
volverá a su forma primera:
el ruido, a su silencio;
la noche, a su luto sin decorar;
el polvo, a un polvo más antiguo;
el poema, al verso;
el verso, al suspiro;
y del suspiro, la intención quedará a medias.
Y el pie, todavía sobre la nada,
no será mío,
ni de nadie.
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