Un día te fuiste. Lo recuerdo como si fuera ayer. Estaba durmiendo cuando abriste aquella puerta de madera y decidiste huir con tus sueños y tus miedos, para no volver jamás a la casa que te anidó. Recuerdo haber llamado a tu madre, afligido, mientras el té de las cinco se enfriaba sobre la mesa. Afuera estaba fresco, y tu único abrigo marrón colgaba en el perchero, junto a tu boina gris. Me quedé en silencio mirando por la ventana, esperando que aparecieras entre los árboles. Pensaba que estarías cansado por la caminata, y que yo te abrazaría, te daría un dulce beso en la frente, te preguntaría qué había pasado. Me dirías que fuiste por el pan, que te demoraste porque te entretuviste en la librería de la esquina. Y nos reiríamos. Y luego haríamos la cena. Juntos.
Más tarde ordené el librero y la mesita de luz. Saqué la basura, barrí el pasillo. Hojeé nuestro álbum de fotos, cubierto de polvo. Al mirar tu escritorio me detuve en la puerta, me sacudí los pies y crucé el umbral en silencio. Todo estaba igual que ayer, con la diferencia de que hoy ya no estabas vos. Vi tus papeles sobre la mesa, tus garabatos, tus ideas inconclusas. Era como hurgar en tu mente, y me sentí mal. Sentí que me volvía un voyeur, que me metía en lo más íntimo, y recordé lo que siempre te dije: que no estaba listo para entrar ahí. No quería ser un intruso. Dejé todo como estaba y cerré la puerta.
Esa noche cené solo: tallarines en un bowl. Subí al piso de arriba y me hice una bolita en tu lado de la cama. Recé mucho, recé como me habían enseñado mi madre y mi abuela. Pedí perdón. Le rogué a Dios que volvieras, que regresaras a mis brazos, esos que ahora pasan frío porque ya no tienen a quién abrazar. Y lloré.
Conté las grietas del techo y, mientras lo hacía, intenté entenderte. Entender por qué alguien huye, por qué se va. Al otro día me desperté temprano y, mientras hojeaba el diario del domingo, comprendí que no ibas a volver. Me quedé helado al leer tu nombre en el papel, y sentí cierto alivio al menos por haberte encontrado. La casa se convirtió en un silencio roto apenas por el tic-tac del reloj, recordándome que el tiempo y el mundo seguían, y que ahora lo harían sin vos. Afuera cantaban los pájaros y se escuchaban los niños jugando. Antes tenía miedo: miedo de no encontrarte, de no saber de vos. Me imaginaba marchitándome en el sofá, como una rosa china, consumido por la incertidumbre.
Abrí las ventanas, corrí las cortinas y dejé que cada rincón respirara. El aire se coló en mis huesos, dándome un sacudón de adrenalina. Mientras lo hacía, le pedí a Dios que se llevara la tristeza de esta casa, porque el amor de mi vida se había ido. Me alisté para salir. Me puse el saco —afuera seguía haciendo frío, igual que el día en que te fuiste— y, al escuchar un leve crujido en tu despacho, supe en ese instante que nunca te habías ido del todo.
Si te gustó este post, considera invitarle un cafecito al escritor
Comprar un cafecitoRecomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión