me atacan los muertos, día y noche,
esos que vagan en mi miseria
alrededor del pasaje torcido
que me conduce a la entraña del averno.
siento que no me escuchás,
que sos tan carne como mis dudas,
como el azufre que me plancha la frente
y me apaga las ganas de fumarme entera.
si no, ¿cómo podrías mirarme la cara podrida?
¿con qué excusar un amor incoherente,
que se extiende entero a la existencia
pero se ausenta completo ante mí?
clavado en el pecho me queda un rosario,
hecho de sangre y plegarias oxidadas,
mientras observo una gloria expirada.
alzo la voz, de rodillas, y mi vanidad te cedo.
y en la silueta de un dios descompuesto
se me quiebran los huesos del alma;
rezo sin fe, pero con hambre ronca,
a la sombra de un fuego incoloro.
quizá amar fue el crimen primero,
el pecado que no redime el llanto;
porque hasta el llanto se pudre en la boca
cuando el silencio lo bebe despacio, sin fin.
me cansé de gritarte en la carne,
ya no hay milagro que me devuelva
al arco de tus corderos rendidos,
ni plegaria que me salve de esta muerte agónica.
sólo venís a rozar la frontera de mi cuerpo,
como si tu fe necesitara prueba, sin devoción.
te ofrezco gentil pureza y en ella marcás tu olvido.
hundís tus manos en la herida, y suturás.
me salvás sólo para volver a perderme.
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