La Alhambra guarda silencio; parece mirarme con lástima, despidiéndose. Camino por sus pasillos descalzo, como quien va dejando huellas invisibles en la arena del desierto, sin saber si volverá. Siento mi nombre en mis hombros; siempre pesado. Hoy más aún, como el mármol frío bajo mis pies, en el que cada paso que voy dando parece pedir perdón. Fui sultán, fui hijo y prisionero; hoy, apenas un hombre que va a entregar lo único que alguna vez lo sostuvo. No sé si es rendición o liberación; quizás sean ambas cosas.
Me encuentro con el Salón de Comares al final del pasillo. Veo el trono vacío, con sus alfombras embellecidas de lino y su techo en cúpula decorado de mocárabes, que es el cielo estrellado del Al-Ándalus. A un costado, la luz se filtra a través de la celosía en fragmentos; pienso que así entra la verdad: tímida, confusa, incompleta, efímera como mi paso por el trono.
Detrás, desde el ajimez arqueado, Granada se extiende como un tapiz antiguo. El Albayzín, con sus callejuelas enredadas, parece dormido bajo la luz dorada. Más allá, el Sacromonte respira lento, entre cuevas y cantares que ya no me pertenecen. Y yo, que fui dueño de esta vista, ahora soy apenas un testigo.
El sol cae despacio, como si también dudara en irse, y todo arde en tonos de cobre. Los hombres pasean en las orillas del angosto Darro, afortunados, creyendo que son libres. Pero hombres libres no los hay; aunque, entre tantos, debo admitir que existen algunos que cuentan con la ilusión de creer que están forjando su destino. Tal privilegio no me ha sido concedido; de pequeño, ya contaba con mi prisión de bronce, mis cadenas en forma de alhajas y mi título de heredero.
Solo queda atravesar el Generalife antes de llegar a la salida. Siempre imaginé la yanna en forma de jardín. Irónico que al llegar mi muerte, me despida del paraíso.
Me detengo en el centro y entrego mi frágil humanidad al perfume de los naranjos que me rodean, al dulzor del jazmín que va trepando los muros del Generalife, al frescor de los arrayanes y al aroma tibio de los rosales. Dejo que me invadan, que me eleven, que me acaricien por última vez. Hay aromas que acarician y caricias que lastiman; suelen llegar en forma de recuerdos.
Recuerdo a mi padre, firme como la piedra, diciendo que un sultán no duda.
Recuerdo a mi madre, con los ojos llenos de reproche, como si ya supiera que yo sería el último.
Recuerdo a Morayma en silencio, hilando mientras yo firmaba la rendición.
Recuerdo la risa de mi hijo corriendo por este mismo patio, sin saber que heredaría el exilio.
El tiempo apremia y es hora de partir. Morayma me observa desde la mula, percibo lástima en su mirada pero sé que su corazón aún late por mí. No hay cortejo, música ni estandartes esta vez; solo el murmullo de las fuentes que trazan círculos que se deshacen antes de completarse. Me conmueve esa forma de fracasar.
Monto mi caballo sin hablar y el camino se estrecha entre las colinas. Los Nazaríes marchan mudos: saben que este momento no nos pertenece del todo. Volteo, y allí la veo por última vez, Granada, suspendida en la luz, indiferente y cruelmente bella. Las lágrimas me nublan las cuencas y entonces, sin aviso, el suspiro.
No lo pienso, no lo busco; sale solo, como si llevara años encerrado en mi pecho.
El viento se levanta suave y trae una voz que escuché toda mi vida:
—Lloras como niña lo que no supiste defender como hombre — dice mi madre.
Sonrío por dentro; siento el alivio. Ya no me duele, al fin he dejado de luchar, contra ella, contra todos, contra mí.
El rey nazarí ha muerto. Nace un hombre, Boabdil, el poeta.
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