El chico de la catedral se para a mi lado,
me tiende su rosario y me embalsama de nefastas creencias.
Dice que soy hermosa, halaga mis ojos y me pone los mechones de cabello tras la oreja.
Su acento no es común, pero lo dejo pasar.
Me pregunta mi nombre; le miento, le digo el de mamá.
Ni siquiera se preocupa por saber mi edad; me ofrece un vino blanco.
No recuerdo su sabor desde que probé el tinto de tus labios.
Acepto, me toma la mano y caminamos un par de cuadras hasta su apartamento.
Me invita a pasar.
Me tiende una copa del líquido pálido que huele a verano podrido.
Enciende un cigarro y dice que la vida le duele; tiene las manos cortadas.
Me pregunta si a mí también me duele.
No sé qué responderle; se caen las cenizas,
me dejo petrificada.
Me llama por el nombre de mamá.
No soy real.
También me duele, pero no se lo digo.
Me besa antes de que siquiera pensara en hacerlo,
se despoja de mi ropa.
No se percata de las cicatrices en mis caderas, en mis brazos,
los moretones en mis piernas,
ni siquiera nota que llevo el rosario hacia atrás.
Mucho menos siente el desdén de mi aliento a muerto;
tampoco le cuento que ayer murió mi perro.
Y él me repite que soy hermosa.
Se queda con mi piel
y todo lo que duele abajo
lo pasa de largo.
Si pudiera ponerme la ropa tan solo un segundo,
si pudiera indagar en el mar de preguntas sin respuestas en el que me ahogo,
si notaría que me mordí las uñas caminando hasta acá.
Pero solo me trajo a casa por la forma en que me vería sin mi blusa puesta,
no vio más allá de la ropa tirada en el suelo.
Supongo que solo soy hermosa.
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