Me agobia la idea de perder el recuerdo de tus ojos,
me desespera olvidar la sensación de tus labios en los míos.
Angustiado, busqué en libros de olvidada ciencia,
intenté hallar la forma de replicar tu tacto con alquimia.
Busqué en la profundidad de mis sueños,
y te seguí hasta más allá de la infinidad de mi mente.
Compré relicarios costosos,
viajé hasta templos de ubicación escondida,
hablé con chamanes, brujos y mujeres de sangre negra,
con ojos de serpiente y lengua de gato.
A todos les consulté por vos,
y todos me respondieron que ya no estabas para mí.
—¡Dígame, noble señor! ¿A dónde se fue ella?—
Pero aquel astrólogo consultó con sus estrellas,
buscó entre sus mapas estelares de lengua extraña,
y solamente profirió las mismas palabras:
—Ella no está.
—¿¡Cómo te atreves a venir a la casa de Dios con tu blasfemia!?—
Me dijo el sacerdote iracundo,
con su dedo inquisidor me apuntó entre medio de los ojos,
y gritó:
—¡Hereje! ¡Tu castigo por intentar burlar al Señor será que vivirás buscando
algo que jamás va a recuperar!.
—¡Pero, Señor!
He gastado rosarios de tanto rezar,
las hojas de la Biblia me lastimaron los dedos
de tantas veces que busqué respuestas.
¿Por qué se me niega incluso la posibilidad
de verte solamente una vez más?
Cansado, harto,
me arrastré hasta mi hogar.
No quedaba nada de todo lo que habíamos hecho juntos.
Era solo una cueva de sombras frías,
ecos de un momento en el que fuimos felices.
Debajo de la lluvia,
grité implorando ayuda:
—¡Por favor, déjenme verla una vez más!—
Saqué los libros que junté; en sus páginas empapadas
busqué los símbolos de vida y fertilidad.
Aquella daga de acero negro brillante,
de tantas que compré en lugares que ya no recuerdo,
corté mis manos y marqué con sangre
símbolos sobre más símbolos, encima de tu foto.
Construí un círculo de sal alrededor de mí,
hice un pentagrama con las entrañas de los sacrificios
de todos los pequeños animales que guardé.
Canté y canté
en lenguas que desconocía,
en palabras prohibidas,
hasta que no tuve voz,
hasta que la sangre se secó en mis manos,
hasta que el barro se mezcló con mis lágrimas.
Imploré a todos los dioses conocidos y por conocer,
a aquellos olvidados y a aquellos cuyo nombre no podía decir.
Y todos me dijeron lo mismo.
Acorralado, sin salida,
llamé al príncipe de la oscuridad.
Tinieblas de espesa oscuridad,
llamas negras lo coronaban.
—Señor, imploro,
déjeme verla una vez más.—
Pero Lucifer
ignoró mi desesperación.
Miró a mi alrededor,
tomó tu foto y te contempló.
—Qué hermoso tesoro tienes ahí,
yo también estaría igual de desesperado.
Te diré lo mismo que todos te han dicho,
ni una sola palabra más:
Ella ya no está.—
Tomó mi mano y me levantó del suelo.
Me regaló un gesto de tristeza.
—Vos sabés bien que ella
ya no está.
No hay poder en el mundo que te la pueda devolver.
Una vez que algo está muerto,
muerto se quedará.
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