Ese gorro fue lo único que me dejó el abuelo antes de que nos fuéramos. Había comprado cinco idénticos, uno para cada uno de nosotros, mis hermanos y yo, y nos los dio sin decirnos una palabra al respecto el día anterior a que saliera el avión que nos llevaría a Buenos Aires. Recuerdo perfectamente cómo se veía mientras caminaba por la sala posando los gorros sobre cada una de nuestras cabezas en silencio, con un resentimiento y una melancolía en los ojos que hacen que nos diera miedo mirarlos, aun sabiendo que él ya no nos miraba a nosotros. Él no entendía por qué no a Estados Unidos o Europa, no quería escuchar cuando papá le hablaba sobre chinos y esquinas, o cuando entre todos lo queríamos convencer de pasajes y camas extra. Para ese entonces el abuelo ya no tenía presencia, y ya sabíamos que no le gustaba mirar o escuchar a la gente aunque fuera de los pocos hombres de su edad que todavía tenían intactos ambos sentidos. Entonces para cuando nos dio esos gorros nosotros ya no intentábamos tener conversaciones con él ni esperábamos que él las buscara. Pero en esa última cena todos juntos, en la casa vacía, con los vasos de plástico, todos nosotros compartimos en esos silencios incómodos algo de miedo. Y creo que es por eso que nunca más alguno de nosotros se compró otro gorro.
-Es bastante feo-me dijo una vez Andrei, unos meses después de nuestra llegada a Buenos Aires.
Me lo quedé mirando un rato antes de responderle. Era gigante, la combinación de colores en un casi neón de todos ellos era físicamente difícil de mirar, y cada vez que lo usaba me daba una picazón insoportable que me bajaba por las orejas hasta el cuello, que hacía que se me cayeran las botellas y me costara hablar con la gente en la caja.
-Sí,-le contesté a mi hermano-Es feo.
-Venden unos buenos por acá, en Callao-intervino Luka, mientras doblaba ropa-Podríamos ir un dia de estos.
Pero esas palabras se disolvieron en el aire en el momento en el que se terminaron de decir. Recuerdo que lo escuché riendo después de decirlo, como si se hubiera dado cuenta tarde de que lo que dijo era un chiste. Ninguno de nosotros miró dos veces una de esas vidrieras en Callao. Y cada invierno que pasamos, cada vez que salimos del supermercado a bajar comida del camión o fumar en la puerta, reemplazamos la ausencia de cartas y llamadas del abuelo con la picazón en las orejas, la sensación de ese horrendo gorro sobre nuestras friolentas cabezas.
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