—Hay que suicidarnos, tú y yo, agarrados de la mano —hablaste con tu mirada llena de seriedad, esa mirada tuya tan reconocible por el vacío tan profundo que transmitías.
Propusiste el suicidio como un último acto de amor y esa fue la última vez que nos vimos, también fue la primera y última vez que dormimos juntos.
—Aquí, en tu cama, me das la mano y estaré a tu lado, o si quieres podemos ir a algún puente, pero hay que hacerlo.
Mi cama no era espaciosa pero cabiamos tú y yo, no sobraba ningún hueco, tu cuerpo ocupaba la mayor parte del colchón, yo solo necesitaba el espacio sobrante en el que me acomodaba perfectamente y aunque yo decía amarte, no quería que tu piel tocara la mía pues en el fondo me provocaba rechazo tenerte a mi lado.
Las tendencias suicidas entre nosotros eran algo común, era más raro tomar té juntos que proponer el suicidio. Yo siempre fui una persona suicida y te lo conté en nuestra primera salida: «no pretendas que viva por mucho tiempo, sé que voy a morir joven y sé que la razón será suicidio, no te encariñes. Moriré en el mar, caminaré sin voltear atrás, sin miedo y solo me dejaré hundir, ni siquiera lucharé contra la corriente». Tú incrédulo reíste y me repetiste casi el mismo discurso, tú pretendías ser parte del club de los veintisiete que, para un músico como tú, parecía ser algo digno. Tu muerte sería parte de la música y la mía, de las letras y del mar. El cliché nos indundaba a ambos, sin embargo, éramos adolescentes y el suicidio o nuestro amor era lo único creíble en aquellos entonces. Después de tantos años juntos, llegamos a la adultez y coincidimos en que no nos gustaban los clichés y sentíamos pena por cada cosa que encajara en lo común.
A mí me parecía indiferente la forma en la que decías las cosas. Sabía que nunca atentarías contra tu vida, no porque dudara de tu sufrimiento sino porque yo siempre predije la vida en ti.
Noches atrás, antes de la propuesta honesta, yo te hablé del intento de suicidio de mi padre, te conté sobre la carta que había dejado en su auto la vez que tomó la decisión de terminar con su vida, la carta decía palabras que me llevaré a la tumba por la culpa que siento, yo solo te recalqué que él había escrito «Aryana». Mi padre en su carta de suicidio había escrito mal mi nombre. En ese tiempo, yo aún sentía un rencor por él y recordaba que una vez me dijo que debía terminar con mi vida. Te hablaba sobre lo curioso que era que él intentó terminar primero con su vida antes que yo y él fue profeta de esas hirientes palabras.
Entonces, llegó el día en el que me visitaste. Después de unos meses nos volvimos a ver, viajaste desde tu ciudad a mi nueva ciudad, esta vez ya no nos vimos en nuestra ciudad de origen a la que por alguna u otra razón pertenecíamos, ahora no era a escondidas de nuestros padres pero se seguía sintiendo aquella adrenalina del amor secreto y prohibido. Era más emocionante la sensación de que (quizá, en ceguedad) aún podía arriesgarlo todo por ti y, que a pesar de la culpa, yo aún daba todo por tener tu amabilidad y aprobación, y tú, como siempre, entregabas tu veneración por mí. Y es que parecía que era el destino. Tú eternamente me veías como Diosa; tu adoración por mis ojos era algo canónico y la profecía del vivir juntos para ti era el único futuro escrito, mi palabra final era el amén y si yo decía algo, automáticamente era un mandamiento que si no se cumplía, era pecado. Era musa y tus letras se llenaban de vida tan solo pensaras en mi silueta o en mi mirada. Yo, en cambio, era fiel creyente de que solo éramos dos en esta religión, en la iglesia que estaba construida a base de recuerdos donde nos amábamos, a base de besos y de un futuro, ese que tú me jurabas sin titubear, yo te entregaba todas mis letras, mis milagros y mi cuidado incondicional, el escucharte y la compañía, yo provocaba la fe en ti.
No recuerdo gran parte del día, solo recuerdo cuando el cielo fue embestido por la oscuridad. Me mirabas en silencio, indagando, como siempre, en mí, con esa curiosidad de saber quién era realmente, de resolver esa imagen misteriosa que tú creabas en mí, y me tocabas y me abrazabas: ni tú ni yo creíamos que era real el tenernos de nuevo, tú no sabías si mi presencia era meramente un sueño y con tu tacto confirmabas que no, que ahí estaba, tan callada como siempre, casi de nuevo tan tuya.
Me pediste salir, yo no conocía la ciudad pero me creía aprendiz de ella. Las calles aún eran desconocidas para mí, sin embargo yo fingía conocer cada rincón como si se tratase de la palma de mi mano. Te llevé al río y como tu musa, posé para ti y me fotografíaste. Fotos fugaces y genuinas. No temía de la cámara, solo ocultaba parte de mi rostro, a excepción de mi mirada que quería que la recordaras porque en mi corazón yo ya sabía que esta ciudad no era para nosotros. Y ahí estuvo la primera tendencia suicida:
—Hay que lanzarnos al río.
—No moriríamos —respondí seca. No había manera de morir ahí, la corriente era fuerte pero no lo suficiente para que nos matara.
Y me retaste, como siempre. «¿No te animas?» Provocabas mis impulsos y sabías lo que hacías. Sabías que yo nunca me llenaba de cobardía y que me bastaba un impulso para cometer cualquier acto de valentía. Me acerqué a la acera del puente y el viento provocó que los escalofríos recorrieran toda mi piel, el invierno se acercaba. Te miré y en cuanto estuve a punto de realizar una siguiente acción me detuviste y me abrazaste. Reímos y seguimos caminando.
—De verdad, hablo en serio, hay que suicidarnos. Quiero morir contigo —tomaste mi rostro pues sabías que mi debilidad eran tus manos en mis mejillas y que eso era todo lo que necesitaba para poder hacerlo, yo solo jugueteaba contigo como un gato atrapando un ratón, tú sabías que yo ya estaba amigando con la vida.
Mi respuesta fue una sonrisa cínica, esa que odiabas porque te hacía sentir como un juguete. Te saqué de tus casillas y tomaste mi brazo; tu coraje y tu violencia se adueñaron de mi cuerpo entero, una sensación de nostalgia —de tu violencia pasada— provocó en mí valor para lanzarme al río pero tus planes ya eran diferentes: tú querías asesinarme.
Ahora ya no nos imaginabas a los dos yaciendo moribundos tomados de la mano debajo de las sábanas. Tu rabia condujo a la escena donde tus manos estaban llenas de sangre y la habitación tenía huellas carmesí gracias a la masacre que cometerías dando apuñaladas en mi vientre.
El miedo hacia a ti siempre estuvo ahí, yo nunca dudé de que me matarías en cualquier momento y que, si no lo hacías, era por compasión. Yo te repetía: «No arruinarías tu vida por mí» y te hervía la sangre pues creías que subestimaba tu valor de arruinarte por mí y como de costumbre, era meramente una prueba porque estaba acostumbrada a sentirte enojado y ya no sabía de otro amor que no fuera el que trae consigo el coraje. Sabía que me amabas y que matarías y morirías por mí.
Me diste la mano y fingimos que nada había pasado. Querías regresar a casa pues el frío ya nos congelaba los huesos, pero para mi mala suerte, yo ya había olvidado el camino, tú, con tu memoria audaz, lo recordaste y me guiaste a mi casa. En el recorrido hablamos de nuestras familias y el rechazo que sentirían si supieran que te habías escapado para verme y que yo te recibí con las puertas abiertas, como si de por medio no hubiera existido una guerra de rencores, de mentiras, de sangre y de lágrimas.
Cuando llegamos solo te sentaste en silencio en la cama, pensabas y parecía que te cuestionadas cada movimiento tuyo y mío. Nos acostamos y veíamos el techo, como si fuera el cielo, nuestras miradas brillaban, parecía que había estrellas y las había pues siempre fuimos soñadores, bastaba pensarlas para verlas. Me decías luna y yo te decía sol y lo imaginábamos, soñábamos en vida, y de repente estaba todo el cielo en la habitación, era el escenario perfecto para morir y el arrepentimiento llegó:
—Sí nos hubiéramos lanzado —dijiste.
—Hay que suicidarnos ahora, hoy es la última noche que te amaré —respondí.
Y hubo lágrimas silenciosas. Me tomaste la mano y aspiraste a nuestra muerte como último acto de amor. Me quedé callada y el silencio se adueñó del lugar provocando tu sueño. Olvidaste la idea principal. Creías que era mentira el desamor y yo no dormí porque sabía que era real, yo ya no te amaba como antes, y si no moríamos, no habría vuelta atrás.
El rencor recorrió todo mi cuerpo y recordé cada momento de intranquilidad que tuve a tu lado. Te observé dormir y ya no quise saber si soñabas conmigo, entonces dieron las doce en punto.
A la mañana hubo odio y desamor: nada, solo vida. Ya no muerte como escapatoria.
Tú decías que no vivías sin mí:
Suicídate o supéralo.
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