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Suceso en día cotidiano

Mindelo

Sep 26, 2024

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Suceso en día cotidiano
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Julieta esperaba apacible en la fila del banco, odiaba los trámites y más cuando eran obligadamente matutinos. Ante el aburrimiento deslizó sus ojos hacia todos lados buscando algo que la entretenga; adelante suyo, una pareja empezaba lo que parecía una discusión por los característicos ademanes con los brazos y los hombros encogidos, el hombre miraba un celular esquivándole la mirada a su compañera. Julieta trató de escuchar alguna palabra para entender el chismerío pero se quedó con las ganas.

Los estornudos del hombre de atrás la sorprendieron, a lo que dio un pequeño saltito. El dedo ajeno en su hombro la inquietó aún más, era el origen de los estornudos, un cincuentón pelado que le pedía un pañuelo para hacer desaparecer sus viscosos mocos. Al darse vuelta Julieta quedó pasmada, aunque lo pudo disimular, porque el pelado tenía un parecido extraño a su abuelo, fallecido hace más de cinco años, y que tras mucho esfuerzo pudo luchar contra sus recuerdos. Por suerte -pensaba ella- pudo olvidar esa voz ronca, ebria y perdida, que a ella siendo infante le impartía mucho miedo, pero hay algunos momentos de su vida en el campo que se quedaron aferrados en su memoria, en ese rincón de los recuerdos que aparecen subitamente en las noches de insomnio.

Atravesó su mente el tan recordado último día del 2005, cuando tenía apenas diez años, y todavía vivían en el monte. Recordó las lágrimas de su hermano, con toda su familia alrededor, contando lo que pasó. Mientras transcurría la tarde los parientes llegaban con sus camionetas llenas de alcohol, regalos baratos y mucha comida. Los grandes tuvieron un atardecer de bebidas varias y discusiones acaloradas, los primos se zambullian en la pileta.

Llegó la noche, en donde la noticia de la desaparición de un puestero en la estancia vecina, que mató un caballo y se escapó, fue la protagonista de las conversaciones de la cena. Mientras a los adultos les pegaba la modorra, los pequeños se divertían. Julieta jugaba, cerca del camino de los cerezos, con su hermano y sus dos primos. Ellos sabían que de noche no podían acercarse a los cerezos, pero la pulsión de hacer travesuras a esa edad está muy latente. Jugaban a las escondidas, su hermano contaba, las chicas huían. En la estrellada noche, todas escucharon un silbido, y luego una carcajada desconocida. Las tres, al unísono, abandonaron el juego y enfilaron para la estancia, mientras que su hermano que había terminado de contar -le dijeron que hasta cien- ya buscaba a las niñas en sus escondites.

Dejándose ver tras los árboles bajo el claro de luna, con mirada filosa y salvaje, un hombre de mediana edad, sucio, salivante, acuclillado al ras del piso, largó una carcajada enorme. El chico, que transitaba sus seis años, se orinó encima, se le entumeció el cuerpo y no se pudo mover. Recordó al contarle a sus padres el color rojo que tenía en su pantalón, el chirrío de su carcajada y esos ojos negros que lo siguen acompañando. La familia no pudo encontrar nunca al puestero, lo buscaron en la oscuridad. Esa noche fue la última que la familia pasó en la estancia.

Aunque Julieta no era afín a los trámites, las obligaciones cotidianas le servían porque la rutina es amiga del entretenimiento, y en ese andar en el transcurso del día ya no rumiaba pesadillas. Pero todo volvió esa mañana, bajo el azaroso destino, en la fila de un banco céntrico.

Ahora la pareja estaba apostada en el cajero, dejaron de lado la discusión al llegar su turno y no disimulaban el desconcierto antes los botones de la máquina. Julieta empezó a mover el pie, signo, que ya conocía, característico de la ansiedad. La puerta del banco, que era esmerilada, mostraba el movimiento del afuera, la calle repleta de gente. Cuando tenía esos ataques de ansiedad, o minímamente aparecía algún síntoma de la misma, Julieta recordaba un juego que le enseñó la psicoanalista para poder distraerse. Se concentraba hasta que aparecía un auto amarillo, una mujer pelirroja o algún perro que la distrajera.

En un momento ve pasar una anciana pelirroja, de baja estatura, que camina cojeando. Por un segundo le dio gracia su asimetría. Luego ciertos pensamientos le nublaron la vista, dejó de hacer foco con los ojos y se desconectó. Se imaginó ella siendo vieja, cojeando al caminar, bufando en una calle transitada. Su laberinto la llevó a otro pensamiento más sordido y que la aterrorizaba aún más: ella, con la misma edad de ahora, teniendo en el cuerpo la vejez de una señora de setenta años. Ya no un futuro alejado, sino la ansiedad de envejecer tan rápido a los treinta y tres años como para cojear y respirar con dificultad. De repente imagina ser el centro de atención en una calle tumultuosa y que la gente empiece de a poco a mirarla con extrañeza y compasión, dejandola pasar o preguntándole si necesita ayuda.

La vieja volvió a pasar, caminando hacia la dirección opuesta, como si se hubiera olvidado algo. Le pudo ver con claridad la cara quejosa , mientras que sostenía dos bolsas que parecían pesadas. Tanto fue su bloqueo mental que no reparó que era su turno. El chistar de la persona de atrás la anoticia. Disculpándose al aire, y sin mirar atrás, se acerca al cajero.

Al salir del banco el sol de las once de la mañana la enceguece, al cual se pone los anteojos negros que tanto la caracterizaban. Camina rápido mirando al suelo, distraída, queriendo borrar los pensamientos de la fila. Justo en la esquina, cruzando lentamente la calle, la vieja seguía su aletargada caminata. Julieta ahora no le sacaba la mirada, y la vieja como intuyendo que alguien la observaba, se frena en la calle a medio cruzar, se da vuelta y dirige sus ojos a la muchacha que la observaba con curiosidad.

Tirando las bolsas al piso y con una mirada filosa, la anciana la apuntó con el dedo del brazo derecho. Aunque la calle seguía atestada de gente, Julieta sabía de alguna manera que la señal, inconfundiblemente, era para ella. Sintió un escalofrío recorriéndole las vertebras, la sensación de sudor frío que le recordaba a las noches que pasó en el campo, hace ya mucho tiempo. Cómo si el mundo mirara hacia otro lado, Julieta pensaba que les sucedía a todos, por qué no ayudaban a la pobre vieja que seguramente estaba loca y se había perdido, igualmente esto lo pensaba para aligerar la situación y olvidarse del escalofrío, pero por otro lado, la anciana seguía apuntándola incisivamente con el dedo, casi furiosa, haciendo que Julieta la siga mirando aún con más curiosidad.

Tras algunos segundos Julieta logra avisorar un auto que rapidamente se acercaba a la anciana de vestido rosa, mal abrochado, del cual se escapaba un rosario, y sus lustradísimos zapatos negros, así que empezó a correr hacia ella esquivando personas. Alcanzó a gritar "¡Cuidado!" pero fue en vano. El auto negro y amarillo embistió a toda velocidad a la vieja, haciéndola flotar por el aire. La situación era horrible, ahora si todo el mundo se anotició de una anciana que fue alcanzada por un taxi en un miércoles cualquiera.

Julieta, totalmente hechizada por el suceso, no apartó la vista en todo momento, así que por mucho tiempo recordó el instante del impacto, el cuerpo inerte de la vieja volando por el aire, la estrepitosa caída y el tumulto de gente acercándose sobresaltada. Pero lo que aparece todas sus noches de pesadilla, lo que le requirió años y años de terapia, noches somnolientas y ojeras negras fue lo siguiente: la anciana le balbuceó unas palabras que no escuchó, se acercó al pecho arrugado y sintió un tirón brusco en el brazo. Al querer zafarse apareció, proveniente de la boca desdentada, una sonrisa infantil, como si le hubieran contado un chiste.

La muchacha pensó que todavía le quedaba un largo día.

Mindelo

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