un querubín llegó a una realidad tan exacta
que su mente, para no morir,
la convirtió en fantasía.
los juegos brutos eran solo juegos.
la inocencia perdida, apenas inocencia.
su cuello, cada invierno,
vestido a crochet
y de labios de tantos grosores,
como roces sin profundidad.
de sus brazos, agujas.
de mis abrazos, puntadas.
tejía sin saber que cosía a nadie.
no pude escribir esto.
no sin antes darle un poco de mi rouge,
borrar mis labios en los suyos,
ganar segundos,
para que se asomasen esas palabras atrevidas
que creían asomarse a lo que amaba.
tantas noches de vela,
bajo miles de frazadas,
con mi piel de gallina,
mientras él sudaba enero,
tiene razón:
su presencia en mi realidad no pesa.
porque me la profanó.
y me dejó adentro de su forma.
gasté hilos, miles,
intentando coserle las zapatillas.
aunque solo queria pisotear más a cómodo,
con mis pasos.
aún así,
iba descalza,
o de tacón.
tardes de cocina:
tribunal sin voz.
sus vísceras, el jurado.
mi mente, la culpable.
mi alma, el cómplice mudo.
escribo a regañadientes,
con tachones y hojas explotadas en tinta.
como si al manchar,
algo se corriera en él.
siempre fué de borradores,
escritos y lápices.
el sillón quedó lleno de cenizas.
pero no por lo que faltó —
ardimos.
ardimos lento,
a ratos.
dejamos brasas vivas en cada calo.
el humo era pasión,
era intento.
fue calor real.
pero hay rincones donde nada llena,
y si sí,
la mejor parte siempre es exhalar.
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