En el año 380 a.C., Platón escribió "La República" y dentro de ella, nos regaló una de las imágenes más poderosas y eternas del pensamiento humano: la alegoría de la caverna.
Y ésta, no es solo una metáfora antigua; sino que es un espejo.
Un retrato de lo que aún somos cuando vivimos atrapados en lo que creemos que es la realidad.
Imaginate esto: prisioneros encadenados desde su nacimiento dentro de una caverna oscura.
No conocen el mundo exterior.
Solo pueden mirar hacia una pared donde se proyectan sombras creadas por objetos que pasan frente a una hoguera.
Para ellos, esas sombras son todo. Son la vida, la verdad, el mundo.
Nunca vieron el fuego, ni el sol, ni el rostro de otro ser humano sin distorsión.
Y así también, a veces, vivimos nosotros.
Encadenados a lo que nos enseñaron que era verdad.
A una historia que no escribimos, pero que repetimos sin pausa.
Nos movemos en círculos dentro de la misma caverna mental, emocional, espiritual.
Miramos sombras y les damos nombre: éxito, amor, normalidad, deber.
Nos acostumbramos a esa habitación cuadrada, a esas estructuras mentales rígidas, a limitaciones impuestas, a ideas encajonadas.
La tristeza habitual se vuelve paisaje.
Relaciones prefabricadas, moldes que no dejan espacio para el alma.
Y olvidamos que hay un mundo entero allá afuera.
Vivimos rodeados de luces artificiales, de reflejos digitales, de sombras cuidadosamente filtradas.
Y resulta que ahora, la caverna ya no es de piedra y oscuridad: ahora es una red brillante de imágenes retocadas, frases hechas, cuerpos perfectos y éxitos aparentes.
Y como los prisioneros de aquella historia, creemos que eso que vemos es la verdad.
Que esa pose es felicidad.
Que esa sonrisa congelada es plenitud.
Que el amor es match, que el deseo es like, que la espiritualidad es una frase motivacional de 15 segundos.
Pero un día pasa algo.
No siempre sabemos qué lo provoca.
A veces es un duelo, una pérdida.
Otras, una epifanía al escuchar una canción o leer un libro o ver una película.
Es una pregunta que se instala sin pedir permiso.
Una grieta en la rutina.
El corazón que late distinto.
Una incomodidad que ya no se puede tapar.
Es el alma.
Es el fuego de adentro, pidiendo salir.
Y ahí empieza el viaje.
Primero, el desconcierto.
Después, el miedo.
Porque ver el fuego real (no la sombra) duele. Cuesta. Te parte en mil pedazos.
Pero también te revela.
Como el prisionero que logra liberarse y caminar hacia la salida, empezás a ver lo que nunca antes habías visto. Te encontrás con la luz, y esa luz no solo ilumina: también quema todo lo que ya no sos.
Salir de la caverna no es una pose espiritual.
Es un salto brutal hacia lo desconocido.
Es quedarte sin respuestas.
Es llorar mientras ves tu reflejo por primera vez, sin filtros ni sombras.
Es perder personas, costumbres, creencias.
Y sin embargo… es también nacer.
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