El cielo viste el color ceniza propio de la melancolía y las nubes, altas y repletas de lágrimas, se amontonan unas sobre otras. La luna juega a las escondidas, pero su falta de brillo dificulta la búsqueda. Nadie cuenta.
Una brisa extrañamente fría para la época del año le abofetea el rostro. El café de sus ojos humea vagamente por el paso del tiempo.
Los pasos del hombre se detienen detrás de las rejas. No recuerda cuándo decidió instalarlas, cuál fue el origen del Memorial, ni qué lo motivó a fundarlo.
Desde pequeño ha arrastrado recuerdos, decepciones e individuos simbólicos hasta alguna parcela libre y, con el corazón triste o furioso, los ha enterrado para alimentar a los parásitos.
No obstante, en esta ocasión sabe que debe realizar el procedimiento contrario al habitual.
Observa el sendero que debe tomar. Lo conoce muy bien, pues es el más estrecho y complejo de atravesar. La primera parte posee arbustos espinosos, cuya altura iguala a su estatura. Luego de una curva en el camino, las arenas movedizas. Y, finalmente, el duelo con el guardián.
Una parte de él, se pregunta si el joven aún estará ahí protegiendo lo más odiado por él y lo más secreto para los otros.
Contempla el último arbusto desde la perspectiva y le parece lejano. Una espina resplandece como un relámpago en la mitad de una noche tormentosa.
«Solo alguien extremadamente delgado podría pasar y salir ileso», piensa.
El hombre avanza lentamente con la concentración de un jugador de ajedrez sin dejar de evaluar cada punto brillante y afilado que pone en peligro su piel.
Un ladrido atraviesa el mutismo nocturno y lo parte en dos. El eco es ensordecedor.
Lo reconoce y su corazón pierde una costura.
Sus ojos se trasladan de aquí para allá sin hallarla. Sabe que es ella con su nariz caramelo y sus rulos blancos.
Mientras avanza, se pregunta si podrá resistir toda la travesía hacia el final y, antes de ser capaz de imaginar la respuesta, un paso en falso lo derrumba hacia adelante.
Un grito de dolor se pierde en el vacío cuando una espina rasga la palidez de sus mejillas.
Gruñe entre dientes por el descuido y apoya las palmas sobre el suelo. La tierra húmeda le revela el secreto: serpentear, arrastrarse, continuar desde lo más bajo.
Tal vez, el hecho de que en las raíces no hubiese nada que atentara contra su integridad no era más que una metáfora ya repetida.
Sus rodillas marcan el progreso, sus dedos acarician las imperfecciones y las gotas carmines que emergen asustadas desde la herida abierta trazan su paso.
El hombre levanta la cabeza y una extraña visión se interpone en su paso. Comprende que no puede erguirse sin resultar –nuevamente– herido. Solo posee dos opciones: observar y continuar; o dar marcha atrás.
Un bebé llora dentro de un canasto. Tiene el rostro descubierto y un suéter que, debajo de la suciedad, es de un rosa triste. Apagado. Una mosca merodea sobre sus manos babeadas y lo desespera.
El adulto establece contacto visual y se reconoce.
Es, entonces, cuando comprende que nadie vendrá a recogerlo. Extiende una de sus extremidades y acaricia la pequeña y tibia cabecita.
Con una dosis floja de coraje lo atraviesa e, instantamente, el bebé, el suéter y la mosca desaparecen. Su pecho se hincha y asimila aquella imagen como un recuerdo propio.
El final del sendero ya no es un punto difuso. Sus brazos agotados y su espalda doliente agradecen en silencio.
Intenta reincorporarse y descansa sobre sus rodillas. No obstante, antes de ponerse de pie una voz infantil hace su aparición contando en silencio.
—Uno, dos, tres, cuatro... —oye entre los arbustos.
Con un dejo de temor, acerca su rostro a las espinas e intenta observar entre las hojas y allí lo ve. Sabe, mejor que nadie, que el niño dueño de la voz no supera los cinco años. Está acostado a los pies de una cama matrimonial, cuyos durmientes lo ignoran. Sus pestañas danzan con el parpadeo del reloj despertador. El rojo que abriga a los números 04:00 lo inquieta. Frota sus diminutas manos, impaciente, aguardando que alguien despierte y lo lleve a casa.
—Quiero a mi mamá —implora a través de una súplica que se pierde en la inmensidad.
El hombre se aleja del cuadro, del rojo y del niño solo.
Al llegar al final del camino, se pone de pie y sacude sus pantalones.
Camina a través de un valle arbolado y maldice haberla dejado tan lejos e inaccesible. Incluso, de sí mismo.
Piensa en el amanecer, en cuándo llegará y duda de si podrá conseguir su cometido antes de que el sol se lleve a la oscuridad y las almas que la habitan.
Un aroma desagradable penetra sus sentidos y lo obliga a fruncir el ceño. Huele a aliento hambriento, sudor y desesperación. Concluye que si la Muerte tuviese su línea de fragancias, esa sería su mejor presentación.
Contiene el deseo de vomitar cuando descubre que el hedor proviene de las arenas movedizas en las que debe sumergirse para continuar su rumbo.
Dobla sus pantalones hasta las rodillas y se introduce paulatinamente en el mar de desagrado y resignación.
El asco lo corroe cuando confirma los restos de comida en estado de putrefacción nadando hacia él. Los vellos de su cuerpo se erizan cuando oye los pasos de un trote exigente y la respiración agitada provenientes de algún lugar no muy lejano.
Su pierna izquierda se acalambra, pero no puede detenerse. No si quiere resolver sus asuntos pendientes.
Justo cuando las arenas llegaban hasta la mitad de su pecho, logra salir. Se deja caer extenuado y se deshace de su camisa para alejarse del mal olor.
Su mentón actúa se brújula y voltea la cabeza.
La infinitud es aplastante. No hay escenario, ni árboles, ni nubes, ni tiempo. La luz blanca parece artificial y parpadea como si fuese otorgada por un foco viejo a punto de explotar. Camina sin dirección perdiéndose en la réplica de una imagen monótona y cansina hasta que divisa un banco de madera y un joven de cabello oscuro sentado en él.
—Viniste —dice el otro dándole la espalda y certifica que se trata de él mismo.
Avanza hasta sentarse a su lado y sin mirarse lo sabe. Ninguno tiene el deseo adolescente ya de batallar.
—¿Estás seguro? —continúa el muchacho de voz aguda, escaso vello facial y cuerpo flojo.
Asiente.
Se miran a los ojos y la luz deja de bailotear iluminando sus rostros.
—Ya no tengo nada que custodiar.
—No, Martín —afirma el mayor y acaricia su rostro con el revés de su mano sucia—. Sé libre, sé parte de mí.
Una expresión de alivio aterriza en su faz y, sin poder disimular el regocijo, se abalanza sobre el peregrino. El abrazo borra los rastros de espinas y desagradables perfumes.
El hombre lo presiona contra su torso desnudo hasta fundirlo con su espíritu.
El duelo nunca había resultado tan fácil. Quizá, no ganaban cuánto más se diferenciaban uno del otro. Más bien, el ganador solo podía ser el que aceptara que no podían vivir siendo dos sujetos aislados.
Junto al espacio vacío encuentra las herramientas necesarias para la etapa final: un cigarrillo, una caja de fósforos y una pala.
El palillo rasga la franja colorada y se enciende. Inhala la primera calada y el tabaco calefacciona sus pulmones con una velocidad que lo relaja. Lo sostiene con proeza entre sus labios mientras avanza hacia la cruz que resplandece en un rincón del cuadro. Deja caer la pala con fuerza y sus músculos se tensan, como dos enamorados en su primera cita. Arroja el primer puñado de tierra a un lado e, inmediatamente, vuelve a penetrar el suelo.
No cesa hasta que el sonido seco de la madera vieja hace vibrar todo a su alrededor. Una mueca que oscila entre la pena y la nostalgia se dibuja con forma de una sonrisa vaga.
Abre la caja y se encuentra con su figura tal y cual la recordaba. Su piel permanece intacta al paso del tiempo, aún lisa y nívea. Sus pestañas, pobladas y castañas, desnudas de maquillaje. Sus brazos doblados sobre su estómago, finos y gélidos. Y, quizá lo que más añore por momentos, su cabello largo y sedoso.
Lamenta tener que corromper su limpieza, pero la toma entre sus brazos y la saca fuera del pozo. Con delicadeza, la desliza en el suelo y se sienta a su lado. Quiere contemplarla unos segundos más antes de que se desvanezca.
Inclina la cabeza y deposita ambas manos sobre el pecho de ella. Inhala con profundidad mientras presiona hacia adentro, como lo hizo con la pala y la fosa, pero ahora con sus dedos y el cuerpo inerte.
Siente la carne, la falta de grasa y los huesos, que crujen un poco para darle paso hasta que lo palpa. Aún está ahí, quieto y herido.
Toma su corazón con la delicadeza con la cogería un ejemplar histórico de su literatura favorita o una escultura de porcelana y lo contempla. Siente que late, pero dentro suyo. Tal vez, porque así lo sea.
Vuelve a mirarla y podría jurar que le sonríe.
Sentado en el suelo se dispone a hacerlo.
A medida que introduce el corazón de ella en su propio pecho, puede notar como se esfuma. No desaparece, solo viaja hacia él para integrar —por fin— parte de su ser.
El hombre, que fue el bebé con la mosca, el niño con el reloj, el guardián y la joven, se deja caer hacia atrás.
«Es agotador ser solo uno», concluye.
Las batallas más duras son las que se dan contra las distintas versiones de uno mismo.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión