Desde chica sentí que la muerte me caminaba cerca, pero nunca pudo tocar mis recuerdos. Nadie es capaz de eso. Las ausencias me enseñaron a sobrevivir con huecos, a hacerme amiga del silencio que dejan los que se van. No porque no duela, sino porque no queda otra que seguir respirando con lo que falta.
Cada muerto se lleva un mundo entero. No solo su cuerpo: se lleva su risa, su manera de nombrar las cosas, el sentido secreto que tenían ciertos días. Los objetos quedan, pero ya no dicen nada. Las canciones suenan distinto. Los lugares se vuelven ajenos. Todo sigue existiendo, pero vacío, como si la vida hubiera perdido el idioma con el que se explicaba.
Y aun así, nadie puede borrar lo vivido, lo amado, lo que fue verdadero. Aunque intenten, aunque el tiempo pase, aunque una se rompa en mil partes, hay algo que permanece. Los recuerdos no mueren: se quedan adentro, respirando bajito, sosteniéndonos cuando todo lo demás se cae.
Nunca se van solos. Siempre se llevan una parte del mundo, y siempre dejan otra incrustada en nosotros. Por eso no se los olvida. Y mientras exista esa memoria, nadie es capaz de matarte en mi alma.
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