Desde niño nunca me consideré un tipo muy guapo ni con esa masculinidad hegemónica. No digo que no tenga lo mío, pero jamás me identifiqué con ese cliché del “hombre alfa”, peludo, barbudo, de fuerza bruta. Tampoco soy de esos que viven en el gimnasio 24/7 solo para sentirse imponentes ante el resto y tapar su pobre masculinidad frágil. Siempre supe que era distinto a ellos.
Estoy seguro de que las mujeres que pasaron por mi vida —o por mis sábanas— se sintieron atraídas por otros motivos. Algunas decían que yo era un hombre misterioso e interesante. Otras por mis rasgos asiáticos. Otras por mi delicadeza y mi buen gusto.
Una vez, en La Plata, Argentina, terminé acostándome con una chica después de una noche de alcohol en una discoteca. Me respondió ante la pregunta:
—Kai, desde que te vi en la barra del boliche, fumando un cigarro y despreocupado de todos esos pelotudos que vienen solo para chamullar minas, vos resaltabas. Eres un hombre efebo, Kai, y eso me vuelve loca.
Y sí, quizás tengo esa esencia efeba. Pero, de todas las cosas con las que podrían describirme, hay una palabra en la que todas coincidían y que siempre detesté: “tierno.”
No me malinterpreten, no lo tomo como un insulto, pero jamás me sentí cómodo con esa etiqueta. Quizás muchas de las cagadas que hice en mi vida —cosas y actitudes de las que hoy me arrepiento— fueron para demostrar que no soy tierno.
Una vez, después de tatuarme todo el brazo, conocí a una chica en un bar. Estuvimos charlando un rato y me dijo:
—Vos sos como un sticker de WhatsApp de un gatito cute, pero con un brazo tatuado.
En ese momento, juro que quise meterme un tiro en la cabeza. Jaja.
Esa misma noche acostado en mi cama, sin poder dormir, empecé a buscar el origen de mi rechazo hacia esa palabra. Terminé dándome cuenta de que todo comenzó por Mariela.
¿Quién era Mariela?
Era mi último año de secundaria, primer día de clases. Entre la emoción de volver a ver a mis amigos después del verano, también me daba el deseo de irme a otro país con tal de no cruzarme con algunos idiotas de mi promoción que creían ser raperos. Se ponían a improvisar rimas estúpidas al fondo del aula mientras alguna pobre profesora intentaba explicar algo. No es que yo fuera un alumno aplicado, pero, así como ellos interrumpían lo que la profesora trataba de enseñar, a mí me interrumpían mi tan cómoda siesta en plena clase.
Durante todos mis años escolares, las profesoras y tutoras me etiquetaron con nombres como “el angelito del salón”, “Kaicito el inocente”, “Kai, el alumno que nunca se porta mal.” No voy a mentir: me sirvió. Aprendí a sacarle provecho a esa imagen de niño bueno. Claramente había un grupo de gente que sabía que realmente no era tan tranquilo como aparentaba. Mis amigos.
¿Quién era Mariela?
Mariela era una profesora antigua en el colegio. Tenía la fama de ser una sargento. No soportaba errores ni tonterías. Su carácter era tan fuerte como su pelo crespo, rojo intenso. Los que habían pasado por su salón contaban historias casi de terror.
Revisando la lista de asignación de aulas encontré:
Miguel Loaizaga
Giuliano Lozano
Kaito Uehara
Me miré con ellos y sonreímos. Íbamos a pasar nuestro último año juntos. ¿Qué podía ser mejor?
Hasta que escuchamos la risa de mi mejor amigo, Federico:
—Imbéciles, ¿ya leyeron quién es su tutora?
Era Mariela. Todo mi entusiasmo por un último año divertido se convirtió en una sensación de “estamos jodidos.”
Los primeros meses fueron un infierno. Mariela era dura, exigente. Pero con el tiempo entendí que no era una mala persona. Su carácter era solo un escudo para que esos adolescentes malcriados no la pisotearan.
Ya en el segundo trimestre, yo me había ganado su confianza. Sabía que, si la cagaba, Mariela me iba a cubrir.
Mis amigos, solo por fastidiar, le decían cosas como:
—¡Mariela, no le creas! Parece tranquilo con esa sonrisa que no mata ni a una mosca, pero fuera del colegio es otro.
—¡Miguel, una palabra más sobre Kai y te quedas dos horas extra! Mi Kai es un ángel —respondía ella.
Yo me reía, con esa sonrisa tierna que me mantenía a salvo, mientras mi amigo "el gordo" Giuliano me susurraba mientras se reía:
—Eres una rata, chino. Tremenda cara de huevón, pero te funciona.
Una mañana, a cuatro meses de acabar el año, estábamos en el salón esperando la charla matutina de Mariela. Pasaban los minutos y no aparecía. Media hora después entró Carlo, el director.
—Chicos, tengo una mala noticia. Mariela no está bien de salud. Esperamos que pueda volver pronto, pero tendrán una tutora de reemplazo —dijo con voz grave.
Miré al gordo Giuliano. Nos sonreímos y chocamos las manos debajo de la mesa. “Nos libramos de las carajeadas matutinas,” pensé.
Carlo nos miró fijo y dijo al salón:
—Veo a muchos celebrando. Qué tristeza. Ustedes festejan, pero Mariela los defendía a muerte cuando los demás salones se quejaban de sus malcriadeces.
Llegó diciembre. Un día, Mariela volvió. Era ella, pero algo había cambiado. Quizá por la enfermedad. Fui a saludarla con mi tierna sonrisa, pero me ignoró.
Ahí entendí que Carlo le había contado lo idiota que fui al celebrar su ausencia.
Terminé el colegio. Meses después, me enteré de que Mariela había fallecido de cáncer.
No creo haber sido su peor decepción, pero sé que fui un imbécil. Hoy me arrepiento de no haberla apreciado en mi tan estúpida y egoísta adolescencia.
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