Niñez
Inexperto e insignificante soy,
pues mi vida no es más que un cruel suspiro,
que sostiene aquel brillante zafiro,
de cuya riqueza es dueño el buen Hoy.
Y tal vez no recuerde dónde estoy,
ya que el Mañana será dónde aspiro;
no por ello dolerá si respiro,
si doy paso firme allá dónde voy.
Creceré bajo el manto de mi madre,
o mi padre, si esto fuese posible,
y el infortunio mi alma no taladre,
porque he de crecer, irreconocible,
igualando en paz al can que no ladre,
pues será mi futuro indestructible
Madurez
Desperté entre botellas agrietadas
en el gris maletero de mi coche,
pareció que aquella fue una gran noche;
no obstante, la escena esa daba arcadas:
Las alfombras estaban vomitadas,
el volante tenía su reproche,
los frenos se quejaban del derroche
y, las ventanas, estaban quebradas.
Mi mirada se encontraba llorosa,
pues el manto se había desgarrado
al descansar mis padres en la fosa.
Lo indestructible se había quebrado,
no era más esta mi vida ambiciosa
ya que al fin el can había ladrado.
Vejez
Admiro la belleza de las olas,
ya que el sol se refleja en el costado,
pues me enternece, pobre entusiasmado,
al ver en el agua las aureolas.
Recuerdo tristes vivencias a solas
como un vil necio que han abandonado,
pues mi sueño, que había sido ciado,
se encontraba en un campo de amapolas.
He decidido acercarme al abismo
porque ya no hay manto que cubra el frío
que mi cuerpo sufre con salvajismo,
porque el can (que ahora lo halla el vacío)
yace, enmudecido de pesimismo,
sobre un lecho que no calma el hastío.
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