Soneto de Apocalipsis 11

Soneto de Apocalipsis 11

I

Únicamente el corazón de un solitario desearía ser roto en mil pedazos, oírle fiel y desinteresadamente su melodiosa voz devorada por el soneto de su alma, donde yacía en él un misterio sin resolver, porque su cubierta es más dura que el roble; ni el amor lo pudo tallar. Oírle bien, porque no será eterno, y su ausencia se hará presente al silencio de un arpegio vacilante.

II

Pero, aunque injusta sea, la vida no se detendrá; las flores no perderán su color ni los pájaros su cantar. El luto será breve como la vida misma del amargo perdedor. ¿Quién llorará su muerte si, estando vivo, ya pertenecía a la tumba? En su alma solo reposa la melancolía, no hay espacio para el calor.

III

Queréis conocer la vida, y habéis dejado morir al pintor. No habrá piedad para sus almas, ni perdón a la ignorancia; solo Dios sabe qué les espera, cómplices del infierno en la tierra. Olas de mil metros tragarán las costas, y piedras espaciales sobrevolarán la atmósfera; sus lágrimas serán ríos y su palpitar romperá el manto de la corteza.

IV

Habéis dejado morir a un canario; el fulminante calor de las llamas lo cubrirá todo, un castigo divino a todos vosotros, hijos de la madera, quienes habéis perdido el perdón a los ojos del padre celestial que juzga desde su montaña impetuosa. Huid en dirección al norte y esperad pacientemente la insurrección del niño en cuerpo de hombre. Vosotros posasteis la mirada en las nubes, y una flamante esfera dorada acompañada de una cola ardiente de tonalidades verdes impactó en la tierra. Preparaos para la última insolación antes de la extinción, un paseo de miseria en la obscena humanidad. Habéis dejado morir al último de los pecadores; llegará el día en que las tinieblas cubran los astros, y en la oscuridad, como una plaga, quedará la sombra de una civilización.