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Solo que no se nada

aylu

Aug 19, 2025

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Solo que no se nada
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Hay frases que atraviesan la historia como relámpagos: breves, luminosas y capaces de revelar abismos. Una de ellas es la célebre sentencia atribuida a Sócrates: “Solo sé que no sé nada”. En apariencia, es un juego de palabras, casi una contradicción. Pero en el fondo, condensa una visión radical de lo humano: reconocer que el saber absoluto es imposible y que la conciencia de nuestra ignorancia es, paradójicamente, el inicio de toda sabiduría.

Esta frase, que en tiempos antiguos fue método para el diálogo y la mayéutica, hoy puede leerse desde un prisma existencialista: ¿qué significa para nosotros, seres arrojados a un mundo sin certezas absolutas, vivir sabiendo que no sabemos?

Sócrates no negaba todo conocimiento, sino la pretensión de un saber acabado. Reconocer la ignorancia era desarmar la arrogancia de quienes se creían sabios y abrir espacio al cuestionamiento. La paradoja radica en que la conciencia de no-saber ya constituye un tipo de saber: un saber frágil, humilde, pero más honesto que cualquier dogma.

Esta paradoja resuena hasta hoy: cuando alguien afirma tener la verdad definitiva, ¿no se encierra en un límite, en una prisión conceptual? En cambio, aceptar la ignorancia nos mantiene abiertos, en movimiento, buscadores.

Con el tiempo, pensadores como Nietzsche o Sartre llevaron esta intuición más lejos. La vida no viene con respuestas últimas, ni con una verdad universal que nos guíe. La condición humana es justamente esa: estar en medio de un mundo que no ofrece un manual de instrucciones.

Sartre lo llamaría “la condena a la libertad”: nadie puede decidir por nosotros, porque no hay una esencia prefijada que determine lo que somos. Y esa ignorancia radical —no saber qué somos ni qué debemos ser— se convierte en nuestra mayor carga, pero también en nuestra mayor posibilidad.

Nietzsche, por su parte, nos recuerda que la falta de un saber absoluto puede vivirse como tragedia, pero también como potencia creadora. Si no existen verdades últimas, si lo único seguro es que “no sabemos”, entonces podemos crear valores, inventar sentidos, escribir nuestra propia versión de la vida.

Aceptar que “no sabemos nada” puede sonar desesperante, pero también puede leerse como la apertura a la libertad. Si existiera una verdad absoluta y definitiva, nuestra vida estaría predeterminada. Seríamos meros ejecutores de un guion escrito.

Pero el no-saber nos libera: nos permite decidir, equivocarnos, explorar. No hay certeza sobre el camino correcto, y justamente por eso cada elección es auténticamente nuestra.

El no-saber no es vacío, es posibilidad. Es la tierra fértil de la que brota el sentido que vamos construyendo día a día, aun sabiendo que nunca será eterno ni definitivo.

Vivimos en un mundo saturado de opiniones disfrazadas de verdades. Políticos, influencers, medios de comunicación: todos parecen tener la respuesta correcta. Pero en el fondo, gran parte de esas certezas son ficciones colectivas, narraciones que elegimos creer para sentirnos seguros.

Acá vuelve Sócrates, casi como un fantasma que incomoda: ¿y si esas certezas son espejismos? ¿Y si lo más sabio fuera reconocer que no sabemos nada con absoluta firmeza? Esa actitud no implica caer en el relativismo total, sino en la humildad: lo que creemos cierto hoy puede tambalear mañana. La sabiduría está en no aferrarse, en aceptar la fragilidad del saber humano.

Tal vez la enseñanza más profunda sea esta: la vida no se resuelve en una respuesta final, sino en la capacidad de sostener preguntas. Vivir en el no-saber no es un error, es una manera de estar despiertos.

El que cree saberlo todo ya está dormido, anestesiado por sus propias certezas. El que acepta que no sabe nada vive con el vértigo de la incertidumbre, pero también con la frescura de quien camina siempre en búsqueda. Es más incómodo, sí, pero también más auténtico.

aylu

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