Solo, el instante.
Mar 14, 2025
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Creer en el cielo y temer a la muerte es falta de confianza en Dios o en uno mismo.
Si se cree en un cielo prometido, ¿por qué temer la muerte? Ahí la terrible falta de confianza en el Dios en el que se afirma creer, como si su promesa no fuera lo suficientemente firme, o, quizás peor, falta de confianza en uno mismo, como si se dudara de haber hecho lo necesario para alcanzar el premio prometido. Quizás el temor a la muerte sea tan solo algo instintivo, sean cuales sean las creencias. Así, incluso quien confía en Dios puede sentir apego a la vida o miedo a lo desconocido.
Tal vez la clave está en cómo se concilia la fe con la naturaleza humana: ¿hasta qué punto la certeza de lo divino elimina el temor, y hasta qué punto el temor es parte inevitable de nuestra condición?
No se trata, entonces, de una cuestión de certezas demostrables, sino de percepciones y sentimientos.
La confianza en Dios, en uno mismo o en cualquier creencia no es algo que se mida o se pruebe, sino que se experimenta.
El miedo a la muerte, aunque se racionalice, sigue siendo un sentimiento profundo que no siempre se disuelve con la fe. Al final, creer en el cielo y temer la muerte pueden coexistir sin que eso implique una contradicción lógica, sino simplemente una expresión de la complejidad humana.
Tan solo hay sencillez cuando se da una fe absoluta, una entrega sin resquicios, donde no cabe el miedo porque el amor lo llena todo; si esa fe existiera en su forma más pura, debería ser un gozo total, sin angustia ni dudas. Pero eso, se da muy, muy, muy poco.
Quizás es tan escaso porque el amor humano, incluso el que se dice divino, arrastra sombras de apego, de incertidumbre, de resistencia. O porque somos seres encadenados por el instinto de supervivencia, por la carne y la duda.
La certeza inquebrantable es un privilegio de unos pocos, como Teresa de Ávila; para el resto, la fe suele ser más frágil, más inquieta, más mezclada con el miedo a perder lo que se conoce.
La fe puede ser un refugio, un bálsamo contra el absurdo, un modo de soportar lo insoportable. No sería la primera gran ilusión que el ser humano se inventa para no quebrarse. Las promesas de un más allá perfecto, de justicia divina o de reencuentros eternos han servido para apaciguar el miedo a la nada, al olvido, a la finitud.
El autoengaño, cuando es eficaz, puede ser indistinguible de la verdad para quien lo vive. Quizás por eso muchos no lo cuestionan: porque funciona, porque alivia. Pero cuando uno lo ve como un artificio, deja de tener efecto. Y entonces queda la intemperie, la vida desnuda, sin consuelos prefabricados. Ahí es donde cada uno decide si prefiere la crudeza de lo incierto o el alivio de la creencia.
Buscar a Dios con la razón es como intentar atrapar el viento con las manos. Si se le encuentra, es porque se ha aceptado la ceguera, porque se ha renunciado a la necesidad de pruebas y se ha abrazado el puro sentimiento, la fe sin condiciones.
La fe es un arco iris: está ahí, se ve, pero no se toca. No tiene sustancia, solo efecto óptico. Dios, para quien lo percibe, puede ser igual: un destello en la niebla de la existencia, una impresión momentánea que a algunos les basta y a otros no.
Y para quienes no pueden cerrar los ojos a la evidencia, solo queda asumirlo: no hay a quién buscar.
Tan solo, el instante.
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