Soledades de verano y chetas fuera de alcance
Feb 11, 2025

Los 15 de enero en Bahía Blanca son como vivir en la parte de atrás de la heladera: todo está vacío y olvidado. Y el verano de 2003 no fue la excepción. La ciudad se quedaba sin dueños, los colectivos pasaban vacíos con choferes que parecían semidormidos, y el viento caliente levantaba bolsas de plástico, pero sin la gracia de la pluma en el final de Forrest Gump.
Con mis 15 años y mi autoestima en estado vegetativo, andaba dando tumbos por la calle Estomba. Siempre fui de inventarme historias: tocaba la guitarra como Slash y me convertía en el héroe del acto escolar del Día de la Música. Pero la realidad era otra: un pelotudo a pedal pateando basura y torturándome con la idea de que mis amigos estaban en la playa, disfrutando la vida mientras yo transpiraba existencialismo en una ciudad vacía.
No me fui a Monte Hermoso con mis amigos porque mi vieja decía que no le daba el presupuesto para mis boludeces veraniegas. Y mi viejo, que vivía en el otro lado de la ciudad, cuando le sugerí la posibilidad de un poquito de ayuda económica, se rascó la cabeza y me soltó:
—La soledad, Emanuel, te hace bien. Te curte.
Lo que realmente me curte, lo que me hace hombre, no es la soledad ni los días interminables de calor con la ciudad vacía. Lo que me forja como persona, lo que me da carácter, es jugar al Counter Strike en el ciber vacío. Sí, en ese ciber donde no hay nadie más que los bots, esos amiguitos virtuales que, aunque son programados para ser malos, parece que tienen un máster en humillarme.
Me pregunto qué se hace con la soledad cuando ni siquiera podés romantizarla. No tengo un bar abierto en el que hacerme el escritor maldito con un café, ni una película francesa para deprimirme con estilo. Solo un centro desierto y mi sombra proyectándose contra el Banco Nación.
Y en ese instante, en esa Bahía Blanca de silencio y pavimento derretido, la vi: Paola.
Pao, la cheta inalcanzable.
Paola, que debería estar en Cariló, en Miami, o en donde sea que las familias con pileta y apellidos compuestos pasan los veranos.
Pero estaba ahí, caminando sola. Con shortcito de jean y ojotas, tomando un helado que ya no sabía si era helado o una sopa fría. Y lo mejor (y más aterrador al mismo tiempo) era que estaba enfrente mío.
— ¡Ema, no lo puedo creer! ¡Me muero muerta!
Me sonrió como si yo fuera alguien en su universo paralelo de chetitud. Rarísimo. El destino nos empujó hasta un banco en la plaza Rivadavia, donde el calor era un sauna gratuito y las palomas caminaban con el pico abierto, derrotadas.
Charlamos.
Descubrí que Paola no se fue de vacaciones porque sus viejos se pelearon y cancelaron el viaje. Que su casa era un infierno de gritos y silencios. Que tampoco tenía con quién estar.
—Parece que somos dos parias del verano, ¡unidos por el destino! —bromeé, levantando un brazo como si fuera el más grande de los héroes (o el más patético).
Paola se rió y me dio un golpe en el hombro. Hablar con ella era raro, porque siempre la había puesto en un pedestal inalcanzable, como esas minas que parecen vivir en publicidades de perfumes y arruinando la tarjeta del padre en 47th Street. Pero resultó que también tenía problemas, también odiaba a su familia a veces, también se sentía fuera de lugar en su propia vida.
Nos quedamos hasta la noche, hablando de todo y de nada. Del colegio, de los profesores, de lo estúpido que es querer ser adulto cuando en realidad nadie sabe lo que está haciendo. Nos reímos. Me olvidé de mi miseria por un rato.
Pero lo que más me voló la cabeza no fue que nos llevábamos bien, sino que era hincha de Villa Mitre.
Paola. La más linda del curso. La cheta inalcanzable. En la popular de Villa Mitre, gritando como una desaforada. No hay nada más infinitamente improbable que eso. Es como descubrir que tu abuela va a los recitales de Damas Gratis o que tu perro sabe leer. Para un hincha de Olimpo como yo, enamorarme de Paola ya era un despropósito. Que encima fuera del club rival era como si el universo me estuviera boludeando en cámara lenta. En ese momento, en esa ciudad fantasma, éramos solo dos personas que se tenían el uno al otro.
Cuando empezó febrero, nos cruzamos un par de veces más. Nos sentamos en el mismo banco, tomamos helado derretido, nos contamos secretos que con otros no nos atreveríamos a compartir.
Una noche, nos quedamos más tiempo que de costumbre en la plaza Rivadavia. La ciudad seguía desierta, el aire caliente apenas se movía. Paola y yo estábamos sentados en el mismo banco de siempre, pero esta vez el silencio pesaba distinto.
En un momento, dejó de hablar. Me miró. Me miró de una forma que nadie en mi vida me miró antes, como si en vez de Emanuel, yo fuera alguien interesante. Y entonces pasa: se acerca, me agarra la cara con las dos manos y me besa.
Me besa. ¡Paola me besa!
Y yo me quedo ahí, quieto, tratando de no arruinarlo, mientras por dentro soy un chabón en llamas, una explosión nuclear de hormonas que grita “Armageddon, come Armageddon” como si fuera Morrissey. Si me muriera en este instante, moriría habiendo tocado el cielo con las manos (bueno, con la boca, pero se entiende). Cuando nos separamos, ella me sonríe y apoya la cabeza en mi hombro. Y yo pienso que la vida, a veces, es jodidamente hermosa.
Pero llega marzo.
Y en marzo, Bahía Blanca se llena otra vez de autos, de gente, de normalidad. Y Paola también vuelve a su normalidad.
El primer día de clases, me la cruzo en el pasillo, y justo cuando estoy por decirle algo, ella se adelanta con un:
— ¡Hola, Ema!
Y sigue caminando, sin bajar el ritmo, sin quedarse a charlar, sin la más mínima pista de que hace un mes me besó con más ganas que una tía en Navidad.
El golpe es seco, frío y quirúrgico, como un baldazo de agua helada después de un sueño hermoso. Pero en vez de enojarme, me quedo analizando la escena, como un detective emocional. ¿Fue especial solo para mí? ¿O para ella también, pero su mundo de chetas, escapadas a Cariló y apellidos que suenan a contraseña de Internet la arrastra de vuelta como un ringtone de Nokia que no podés dejar de escuchar, aunque ya está más quemado que un CD de los Backstreet Boys?
No lo sé.
Yo también volví a mi normalidad. A ser invisible para ella. A mi lugar en la sombra.
Lo único que sé es que el destino solo se la juega en verano.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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