Veo a la misma persona cada atardecer: se encuentra cómodamente recostada sobre la dura superficie de un banco metálico en la principal calle peatonal de la ciudad. Inherentemente a las otras caras o al pandemonio urbano, su presencia siempre logra resaltar a mi visión. Más que todo, su faz logra esclarecerse entre la multitud. Resulta fácil explicar el porqué: siempre lleva una máscara. Se viste diligentemente con vestimentas modestas, limpias y desarrugadas, como cualquier otro transeúnte local. No causa olor, no habla ni parece escuchar al público, temo pensar que no parece estar realmente presente ni consciente de dónde está. Agarra siempre una vara con carencia de la más mínima turbación y en la punta de la misma se encuentra pegada una máscara blanca superpuesta perfectamente en donde se encontraría su rostro. La máscara se encuentra privada de cualquier cavidad: ni siquiera para ver o respirar. Sin embargo, su vista parece estar muy bien clavada en mí cada vez que paso por allí.
No puedo entenderlo: parece más bien una sátira su actuar ¿Qué pretende transmitir? ¿Intenta decirnos algo de forma tan modesta que nosotros exclamaremos su mensaje sin necesidad de que esa persona exhale un solo aliento? Me faltan las palabras para expresar bien qué siento cada atardacer al pasar a su lado. Se aleja de la perturbación aun sin ser placentero, se acerca a la curiosidad aun sin ser inquietante su desconocimiento. Nuestros encuentros se reducen a un instante del día, mas su recuerdo se ve enaltecido a un pensamiento diurno y taciturno. Lo encuentro lo suficientemente banal como para barajearlo entre los tópicos de una conversación habitual, pero a su vez lo perfectamente pertinente como para mecerse por mis pensamientos cada vez que camino en mi soledad. Su hábito se sitúa ya como una actividad pública a la que concurro con la más perfecta frecuencia de todas las personas en la comunidad. Cada tarde paso y sé qué veré al llegar como abro mi casa y sé que encontraré todo donde debería estar.
Un atardecer encontré a un señor de traje a su lado: se encontraba recostado sobre el mismo banco con un periódico en la mano. Me detuve a presenciar la escena, necesitaba ver cómo se desenvolvía una antigua escena solitaria en dúo. El hombre abrió el periódico tapándole la cabeza y empezó su interrogación:
—¿Cómo expresarías quién eres? —Preguntó de forma bastante directa.
—Soy una persona.
—Sin duda. —Continuó a la siguiente pregunta. —Dígame entonces, ¿por qué es la persona que es?
—Porque mi vida es una tragedia.
—¿Tragedia? —Su respuesta resultó una sorpresa en todos los sentidos y direcciones posibles. —¿Por qué su vida es una tragedia?
—Antes podía dormirse en este lugar, he vivido lo suficiente como para saberlo. Ahora en los bancos ya no se permite el sueño. He estado en tierra el suficiente tiempo también como para saber que mi vida se trata de permanecer bajo el ojo ajeno. No cualquier visión me arrastra, sino una de arriba a abajo, similar a la de los espectadores de un anfiteatro entreteniéndose con mi vida. Me sumergí en la mímesis de un "yo" que nunca existió, buscando encajar en un mundo que nunca fue para mí, y solo queda en mi esencia un triste semblante. —En ese momento, pude notar su máscara cambiar. Parecía modificar su expresión. Se le caían los labios con la mandíbula, se oscurecía la piel sobre los ojos y parecía tener la vista al suelo. Se veía, sin duda, como una persona triste. Miraba a la gente con miedo, como si estuviera al fondo de un pozo y vislumbrase las sombras de las personas desde la cima ¿Qué siente uno frente al fino terror de las miradas?
De repente el lugar estaba lleno de varia gente detenida. Se notaban con necesidad de entrañar los misterios sin resolver de la situación. Su falta de comprensión de quien siempre estuvo en el mismo banco cada atardecer repentinamente ahora pesaba dramáticamente. Una vez empezó a pesar, se sabía que no había vuelta atrás. Decididos y capaces de cualquier cosa, la gente empezó a acercarse a la obra y a extender los brazos hacia su protagonista. Parecían querer agarrar la máscara: iban a arrancarle la máscara de sí. Los pasos de la gente resonaban como un taco, un coturno, en la madera. La persona retrocedía sobre su banco sin querer ningún contacto con alguien, los músculos del rostro parecían contraerse y los ojos retraerse: esa expresión era terror. Ya el sol estaba por esconderse y resultaba difícil discernir los rasgos de cada quién. Más que sujetos, debían ser como sombras de forma semejantemente humana extendiendo sus brazos en silencio y malicia. Alaridos estrepitosos llenaron la calle una vez las manos tocaron la máscara, empezó un forcejeo entre el público y su protagonista. Sus quejidos, patadas y súplicas expresaban la laceración que sufría a un público indiferente a su desgracia. Entre la plétora de sollozos, la máscara empezó a salir: "¡Basta, basta por favor! ¿Qué no ven que me están arrancando mi rostro? ¡Es el único que tengo!" exclamó la persona en una catarsis que nunca pidió.

Ivo Maller
Escritor argentino de 17 años de edad, me gusta profundizar en ideas específicas y la ciencia ficción
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