sobre los abrazos

Muchas veces me he preguntado por qué me gustan tanto los peluches. Y recordé que, cuando era niña, mis padres estaban tan ocupados que no tenían tiempo para abrazarme.

En las noches, cuando sentía miedo o ganas de llorar, encontré en mis peluches un refugio. Eran mi lugar seguro. Un rincón donde podía envolverme sin molestar a nadie, en medio de la oscuridad, el silencio y las lágrimas. Allí estábamos: yo y mis diez peluches, haciéndome sentir un poco menos sola, un poco menos desamparada.

Un día, mi abuela vino a visitarnos. Hacía tanto que no la veía… Al reencontrarnos, cerré los ojos y respiré. Pude sentir esa calidez sagrada que nace del contacto con alguien que te ama. Su dulzura me envolvió como un manto. En ese instante entendí que sí, que vale la pena sentir ternura. Aunque sea solo por un momento… o tal vez por el resto de la vida.

Ella me recordó que, aunque a veces nos olvidemos de vivir, siempre podemos volver a conectarnos. Que un abrazo puede ser la medicina para el alma, la forma más simple y poderosa de volver a casa, de disolver los miedos, de recordar que no estamos solos.

Amo abrazar. Me encanta abrazar. No hay sensación más rica que estirar los brazos, abrir el corazón y dejar que el otro se refugie en mí. Que nuestros cuerpos se fundan, que mis miserias se disuelvan y la otra persona sonría.

Si estás leyendo esto, quiero que sepas que aquí estoy, por si alguna vez necesitas un abrazo.

Porque cuando ocurre un abrazo verdadero, el alma suele reiniciarse.