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clase taller I

Clara

Aug 7, 2025

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clase taller I
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-“Ay chiquita, estás loca”, me dijo la profesora de geografía en 6to grado, mientras se reía y seguía explicando algun otro conflicto entre países. A mí no me daba nada de risa, estaba segura que a las Islas Malvinas algún día las iba a conocer. Ella pensaba que yo estaba loca, yo pensaba que ella era de mente limitada. La clase siguiente fue la misma situación, pero esta vez con Alaska. Le dije con la seguridad que puede tener una niña de 12 años, tranquila por la confianza que guardaba nuestra relación, de que yo a Alaska algún día iba a ir. Me miró ya con cara decepcionada, cómo si se diera cuenta de que el chiste no era tan chiste, y con tono preocupado dijo, -Bueno, si vas abrígate por favor.

Después de 23 años recuerdo aquella situación con total claridad, tras recibir un mensaje de mi mamá, - “Patricia, la profe de geografía del colegio falleció”-. Le agarró un cáncer de piel que la consumió en un mes, y con 56 años, ningún hijo y poca familia murió. Probaron varios tratamientos, pero ninguno fue suficiente, el cáncer avanzó muy rápido.

Hay algo en el momento exacto en que te dan la noticia sobre la muerte de alguien que escapa y supera toda situación. Sea quien sea que muera. Hay algo en el instante mismo, en ese microsegundo, en ese mensaje, en esas palabras o ese rostro que te comunica la noticia, que queda fuera de todo plano común. Se produce un punto en el tiempo. Un suspenso, un antes y un después. El tiempo se detiene y el mundo con todo lo que existe en él se vuelve extraño, desconocido, ajeno. Algo se rompe y sospecha uno con bastante seguridad de que nunca nada será igual.

Ahí estaba yo, de nuevo con esa sensación. No es que la profesora de geografía sea una persona de mucha relevancia en mi vida, no recuerdo mucho más que su agradable simpatía y algunas clases divertidas. Pero era algo idéntico de esta situación particular, la de recibir el mensaje de su muerte, que me recordaba otra vez aquella hendidura que permanecía desde la muerte de mi hermana.

Fue cuando tenía 23 años, y yo 18. No se murió de cáncer, ni en un accidente de autos, ni por algún desastre natural, tampoco por crueldad de un tercero, no. Se murió durmiendo. Suave y tranquila sin hacer mucho ruido, como era ella. Durmiendo. Una noche, como todas las demás, apagó la luz, se acostó en su cama y nunca más se despertó, nunca más volvió a abrir los ojos. Me pregunto qué habrá estado soñando en aquel momento, me pregunto cuál habrá sido su ultimo pensamiento, sus últimas palabras, su ultimo anhelo o su último miedo.

Fue mi papá, que con su mirada imposible de sostener me dijo todo. Sus ojos brillosos, que nunca había visto llorar, lo comunicaban perfectamente. Su abrazo fuerte que intentaba agarrarse de mí para no romperse lo evidenciaba con certeza pura. Algo, que superaba cualquier otra cosa, había sucedido. Sí, la muerte de mi hermana. Las palabras no fueron necesarias. Las palabras no alcanzaban y nunca lo hicieron, había algo que las excedía y se volvía imposible de delimitar en cualquier frase, en cualquier enunciación. La muerte escapaba a las palabras y nunca lograban ellas darle entidad suficiente. La muerte apareció con brutalidad y sin ningún permiso, dejándonos perplejos. Irrumpió recordándonos la finitud del presente continuo. Y ahí estabamos como estúpidos sin entender por dónde empezar a vivir de nuevo. Un punto final, un recuerdo, un antes y un después, un después sin sentido, un pasado que cada minuto se alejaba más, pero se sentía puro presente. Estabamos obligados ahora, sin elegirlo, a arrastrar aquello, para que no nos hunda.

Clara

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