1
Era un niño solitario. Era hijo único. Mis papás eran físicos. Mi abuela me cuidó la mayor parte del tiempo. Cuando llegaba a casa, mamá estaba cansada. Papá me dijo después que no había querido tener hijos. Cuando cumplí los seis, se dio cuenta de lo maravilloso que era tener un hijo. Pero le tomó seis años.
Mamá leía Harry Potter cuando tenía tiempo libre. Se moría de la risa con ciertas escenas. Yo no comprendía por qué se reía mirando un rectángulo de papel.
Fui a una Montessori. Me dejaban hacer lo que quisiera. Alguna vez agarré el ábaco y me explicaron cómo funcionaba, y me pareció aburrido. Agarraba otros objetos y me explicaban cosas. Poco antes de salir de jardín de niños, agarré un libro. Laura me enseñó a leer. Laura era una maestra joven, con tremenda paciencia pero ocasionales estallidos de impaciencia – era la única maestra joven cuidando a quizá dieciocho niños que agarraban el objeto que se les antojara y en ocasiones rompían cosas o molestaban al de al lado. Alguna vez se inclinó para ayudar a otro niño, y su culo quedó a la altura de mi cara. Le palmeé el culo sin saber por qué. Se sentía adecuado. No me dijo nada al respecto, y a día de hoy todavía le estoy agradecido. Podría haberme regañado. Podría haber hablado con mis papás. Los niños son seres perversos. Algunos se masturban desde antes que los diez años. (No lo volví a hacer. Comenzó a parecerme inadecuado.) Me explicó lo que eran las sílabas, y cómo se veía y sonaba cada letra, y que leer era solo leer una letra a la vez. Y de pronto se formaban palabras, y de pronto las palabras me hacían imaginarme cosas, y era más placentero e inmersivo que ver películas.
Un día decidí que, si leer era divertido, escribir debía serlo más. Quería ser escritor, como la escritora que aparece en la película de la Isla de Nim. Yo también tenía miedo de salir de mi casa y mi papá les temía a los gérmenes, entonces el gesto de ponerme gel todo el tiempo y vivir en una casa oscura y más grande que yo mientras escribía sobre Alex Rover me parecía perfectamente plausible.
2
Me metieron a una primaria tan católica que, cuando una vez jugando, tiré sin querer una corona de adviento con el radio del tamaño de mi cuerpo y el grosor de dos de mis brazos, me dijeron las monjas que había cometido un pecado. Me sentía profundamente avergonzado y a la vez enojado – había sido un accidente, y yo tenía mi propia conexión con Dios. Para mí, Dios era mi amigo, con quien podía maldecir cuando algo no me salía o cuando alguien me hacía daño. Jamás le deseaba el mal. Es solo que eso haces con los amigos. Les cuentas que te heriste y te dicen, si son buenos amigos:
―Putísima mierda, qué mal que te dio varicela, ¿estás mejor?
Maldecía desde chico. Mi mejor amigo era Pedro, un niño que se llevaba porno a la escuela y nos congregábamos todos los niños hombres, como la comunidad del espíritu santo que éramos, a verlo en su celular diminuto, sin touchscreen. Él accionaba los botones y pasábamos a la siguiente foto. Después se acababa el recreo y nos hacían formarnos para regresar a clase, uniformados.
Sin embargo, el padre, que era joven y se peinaba con gel y cresta, me dijo que estaba bien, que había sido un accidente. Ni siquiera me dijo que no debía volver a jugar ahí, en el mismo cuarto que la corona de adviento. Sabía que no iba a volver a hacerlo. Me había parecido inadecuado.
Navidad siempre fue mi época favorita. En Navidad se muere el Doctor, y extrañas a quienes has perdido. También, estás a medio camino de la luz, pronto será verano. Las familias dejan de estar peleadas o, si lo están, se ven en una cena incomodísima y se abrazan todos, porque en el fondo saben que mañana podrían estar muertos, o separados, o enfermos. Después deja de ser Navidad y la gente continúa maldiciéndose. Pero Navidad es por lo menos una vez al año, como los cumpleaños de las personas a las que amas, y eso hace que los años no sean tan malos como podrían serlo. Imagínate si jamás nos deseáramos feliz cumpleaños.
Cuando pasé a secundaria, me machacaron. Se hablaba mucho sobre la disciplina pero nos humillaban cada que podían. Estoy convencido de que la figura del prefecto es el primer villano institucional con quien tienes que lidiar formalmente – existe para que sepas que hay una burocracia aplastante que mató a la Unión Soviética, para que entiendas que hay gente con la que no puedes razonar porque no piensan, y que a veces solo tienes que agachar la cabeza.
Mi novela favorita empieza así.
“Sombra llevaba tres años en la cárcel. Como era un tipo bastante grande y tenía pinta de no andarse con gilipolleces, su mayor problema consistía en encontrar maneras de matar el tiempo. Se dedicaba a entrenar para mantenerse en forma, a practicar juegos de manos con monedas y, sobre todo, a pensar en lo mucho que quería a su mujer.”
La secundaria duró tres años, y yo soñaba con que dieran las 2:40 para regresar a mi casa y leer Canción de Hielo y Fuego. Estaba obsesionado con Canción de Hielo y Fuego. Había sido traumático que mataran a Ned Stark. Todavía pienso que necesitamos más hombres honorables, que estén dispuestos a morir por la verdad. Siempre estuve enojado con Ned Stark. Tendría que haber mentido, tendría que haber sobrevivido, tendría que haber regresado a Invernalia. Peor: tendría que haberse sentado en el trono de hierro. En el fondo estoy molesto con él porque, como mi tío que se creía invencible, cuando murió mi abuela, se deprimió y comió pura porquería, y después murió de un derrame cerebral, solo, en su casa en la Ciudad de México, y lo tuvo que encontrar su hijo. Mi tío Carlos siempre me preguntaba que cuántas novias tenía, yo le decía que cinco y él me decía que muy bien, que así tenía que ser. (Se había casado dos veces, simultáneamente, y de alguna forma había conseguido que ninguna de las dos mujeres se enterara de la otra. El chisme solo lo sabían mi abuela, mi mamá y yo. Todavía lo extraño. Estoy convencido de que no me morí de una enfermedad inmune que me dio a los veintidós porque mi tío hizo algo, y porque mi abuela también, desde donde sea que estén. Quizá los muertos sientan todavía. Y, si sienten todavía, definitivamente nos cuidan desde dónde están. Les resultaría inconcebible que muriéramos. Entonces cada vez que un camión no nos mata, o que no nos asaltan, o que no morimos de enfermos jóvenes, fueron ellos, que negociaron con San Pedro y le dieron una cajita de botellitas de rompope Coronado a modo de soborno.)
Me enamoré a los quince de mi maestra de inglés. Era joven, era guapa y escribía. Tenía un blog del que nadie sabía más que yo, y yo lo leía. Había escrito un libro y ella me lo había regalado. Se titulaba El Aburrimiento Es Un Suicidio Encubierto, y solo leí el cuento que ella había escrito. Era una antología y, por supuesto, trataba sobre el suicidio.
Decidí que me iba a convertir en escritor como David Martín, un escritor maldito, con la intención que se enamorara de mí. No me importaba que ella tuviera veintisiete y yo quince. Creía que el paraíso era donde estaba ella.
Antes escuchaba la música que todo el mundo escuchaba porque pensaba que era la única que había. En algún momento descubrí que podía gustarme la música que a mí me gustara, y escuchaba Coldplay todo el tiempo. Me gustaba mucho Paradise pero me gustaba más Magic. Me hacía pensar en el miedo que me resultaba volar en avión, y en lo mágico que era volar en avión pese al miedo.
3
A los dieciséis, alguien apagó las luces sin avisar. Había pasado a prepa. Me humillaban menos los prefectos, pero me querían meter el sentimiento religioso e institucional por donde ya no me cabía. Ya desde secundaria comencé a tener Síndrome de Colon Irritable, y solo me daba por las mañanas, cuando iba a la escuela.
Me iba a dar un ataque psicótico. No me bañaba, trabajaba todo el tiempo en la escuela. Me dejaban hacer un resumen de una página y yo lo hacía de doce, le ponía diez referencias mínimo en formato APA y estaba obsesionado con tener un promedio de 10, el cual tenía. Quería escribir para mi amada, a quien le mandaba mis textos por correo y ella me decía que eran buenos, que debía mandarlos a algún concurso, y yo la amaba más, tanto que dolía. Como era costumbre, había habido chicas de mi edad a las que había rechazado épicamente, donde épicamente está definido tal que las ignoraba de la forma más fría y ausente que alguien puede ignorar a alguien. No solo no movía un dedo, parecía que me esforzaba en que escociera el hielo de mis no-palabras, de mis no-acciones, de mi nada. Me relacionaba desde la nada. Solo esperaba el siguiente momento para escribir, que nunca llegaba, porque me llenaba yo solo de tareas imaginarias escolares, que extendía y extendía y extendía. No dormía. Dejé de tener libido y yo era como un perro adolescente, antes. Leer ya no era divertido. Leía una oración tras otra (había olvidado que era una letra a la vez, y que de cada palabra salía una imagen) y no entendía nada. Leí un cuento de la calle Morgue, de Poe, y no entendí. Me sentí especial por terminar el cuento, pero no sentí placer de haberlo leído. Ya no podía hablar con personas. Era incapaz de sostenerles la mirada y de seguir el hilo de la conversación. Quería estar en otra parte y, simultáneamente, quería estar ahí. Pero no podía estar ahí. Me aterraban todas las sombras porque antes ya me había encontrado con los monstruos y los había vencido. Pero había sido demasiado.
Mis papás eran físicos. No creían en el psicólogo. Pero me llevaron a uno cuando dejé de ir semanas enteras a la escuela, y cuando dejé de dormir por hacer tareas imaginarias, y cuando empecé a ser cada vez más retraído y a la vez violento. (Nuevas personas habían venido a platicar conmigo. Gerardo me preguntó:
―¿Y qué haces por las tardes?
―Juego con tu madre ―le dije.
A todo el mundo le hizo gracia menos a Gerardo, quien me mandó el primer reporte que me había sacado en mi vida. Mi papá argumentó que éramos extranjeros y que en Alemania los adolescentes se llevaban así. La prefecta, que poca madera tenía de ser prefecta porque no te humillaba, lo cual me resultaba todavía más perturbador que la humillación acostumbrada, preferimos todos al diablo viejo, a la novia golpeadora, al padre abusivo, antes que la alternativa que no conocemos, a la prefecta, que poca madera tenía de ser prefecta, decidió no mandar el reporte. No tenía ningún significado de ninguna forma de todas maneras. Era un reporte. A nadie le importa. No realmente.)
Escribía con frases ininteligibles. Un recorte de un texto mío de en ese entonces:
“Glosario
El hombre* jorobaba junto a un poste*2. Se recostaba en una cortina metálica*3.
*HOMBRE. m. Carga una camisa gris; y pantalones amarillentos; y zapatos rojos como la teología y la parcialidad; y una gorra que cadencia el último pitido de tambor y redoble de flauta en la canción de leche clavel.
*2POSTE. m. Irrelevante.
3CORTINA (metálica). f. Estampa en un estacionamiento camuflado de tienda4.
*4TIENDA. f. Presume de resinas; binders; igualación de colores tan vendible como la metafísica; emulsiones; fig…—“
Entonces fui al psicólogo.
4
La primera fue humanista. Se llamaba Alejandra. Me dijo que le parecía un poquito roto, y que, cuando empezábamos a hablar sobre ello, casi casi que me retorcía. Desviaba la mirada o me tronaba el cuello porque me dolía. Y ella me seguía mirando, me lanzaba la mirada que te lanzan los psicólogos cuando no sabes si te están juzgando o te quieren robar el chiste o de verdad sienten empatía por ti, por mí. Por ti y por mí. Y tenía razón y por eso dejé de ir.
La segunda hacía acupuntura y se tomaba a sí misma muy en serio. Casi casi que me habló de Crimen y Castigo y de cómo todo era mi culpa.
La tercera no se rindió. Le era un reto imposible. Me habían diagnosticado principios de esquizofrenia y me convenció de medicarme. Duré tres años con ella. Cuando me dio de alta, me confesó:
―No sabía cómo ayudarte.
Yo no dije nada porque ya lo sabía.
―No me fui. Te faltaba alguien que no se fuera.
Y me miró con aquellos ojos que lo sabían todo sobre mí. Lo poco preparado que me sentía para su mirada…
Me gustaba y se lo dije. Acordamos encontrarnos después, fuera de un contexto terapéutico.
Un elogio que le habían hecho a mi novela favorita, decía: “Una fantástica novela… Con un engranaje tan perfecto como el de un reloj, pero que se lee con una suavidad como la de la seda o el chocolate derretido.” Yo así me enamoré de mi terapeuta. Con una suavidad como la de la seda o el chocolate derretido.
5
―Donde hay lágrimas, hay esperanza.
El personaje se había convertido en un robot ―la habían convertido, así como a Jordan Peterson lo habían convertido en trumpista desde que lo corrompió el Daily Wire―, y el Doctor le dijo a Bill que donde había lágrimas había esperanza.
Pero lloraba.
Yo no podía llorar desde que cumplí los 10. A los 10, lloraba todo el tiempo, a diario, tanto que me dolía. Un día me enfermé del estómago y me sentía terriblemente triste, y me dije que me había enfermado porque estaba terriblemente triste, y tenía razón, me había roto, y no sabía cómo repararme. (Los ciberhombres también querían repararte, por eso te convertían, para que no tuvieras que cargar con lo que sentías y solo mataras sin rechistar.) Me prometí nunca volver a llorar.
Cuando me enamoré de mi terapeuta, volví a llorar. Lloré porque sabía que no podía tenerla.
Yo era el niño que había querido construir un sistema filosófico con la pura lógica.
La Muerte le había dicho a Ludwig Wittgenstein:
―Había una vez un joven que soñó con reducir el mundo a pura lógica. Porque era un joven muy inteligente lo logró. Y cuando terminó su obra, dio un paso atrás y la admiró. Era hermosa. Un mundo sin imperfección, ni indeterminancia.
Y Wittgenstein le había dicho a la Muerte, segundos antes:
―¿Sabes? Me hubiera encantado hacer un sistema filosófico que consistiera exclusivamente de chistes.
Lo clásico y lo cuántico es irreparable. El mundo cuántico no coincide con el mundo cuántico. No hay posible unificación. La interpretación de Copenhagen demostraba que el gato estaba vivo y muerto a la vez. Habían matado a la lógica. Yo tendría que haberme suicidado a los dieciséis. Quería hacerlo. Pero también quería escribir. La profesora nunca volvió. Un día le dije que esto estaba mal. Y no volvió. Seguí escribiendo de todas formas.
Lloraba porque no tenía sentido. Era mi recompensa.
Cantaba solo.
Nunca fui bueno escribiendo finales. No me gustan los finales. Como el Doctor, arrancaba la última página de los libros que leía. Lo cuántico es lo cuántico. Y lo clásico es lo clásico. No había mucho que decir al respecto.
Tenía lo mismo que todo el mundo. Tenía una vida. Caía, como el Doctor. Bill el robot lo había salvado. Volaba, y lo salvaba.
Después se convertía en robot y mataba al Doctor.
Volaba. A veces, volaba.
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