El gato se quedó.
Todavía no sé por cuánto,
ni si al abrir la puerta mañana
volverá a mirar atrás.
Pero está acá.
Cocinando con las mangas arremangadas,
tarareando canciones que conozco
mientras yo lo miro,
pegado a su espalda
como una sombra torpe
que no sabe ofrecer más
que besos en el cuello
y el silencio de quien no quiere espantar la suerte.
Se pone mi buzo de Spiderman
y camina por la casa como si no lo notara,
pero lo sé:
cuando lo lleva puesto, se siente invencible.
Y yo también.
No por el buzo,
sino por la forma en que me mira
con esos ojos redondos
como si fuera yo el héroe
al que quiere volver a ver mañana.
No lo digo en voz alta.
Que me estoy abriendo como pan al calor
cada vez que se ríe con la boca llena.
No digo que mi cama se siente menos cama
cuando no está.
Que su canto se me quedó metido entre los dientes
como si fuera mía la canción
y no solo el que la escucha.
No lo digo.
Porque los gatos no prometen.
Solo ronronean mientras quieren quedarse.
Y yo no quiero pedirle que no se vaya.
Solo seguir dejando el plato en la puerta,
el buzo doblado en la silla,
las manos abiertas.
Por si mañana,
cuando ya no le quede voz para cantar,
todavía quiera acostarse conmigo
y dejarme abrazarlo
como si eso bastara.
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