La cerámica es de color crema.
Sobre ella, una ventana pequeña en tonos celestes: apenas un trazo en el esmalte.
La ventana está abierta.
En el alféizar, una maceta diminuta con un clavel en ella.
Al principio no era más que eso: una ventana.
Pero cuando la miré de nuevo, había aparecido una sombra.
Una sonrisa torcida.
Con los días, la sonrisa se volvió más clara. Se dibujaron unos grandes ojos que me miraban sin parpadear.
La boca se ensanchó hasta volverse una mueca burlona.
Después, un brazo se dibujó al costado de una figura desdibujada.
Permanecía quieto.
Cada día, la figura avanzaba fuera del dibujo.
Un brazo se alargaba hacia adelante, luego el otro.
Una tarde, mientras me miraba al espejo, algo tironeó de mi remera.
Unos dedos gordos me atrajeron hacia la oscuridad.
La ventana seguía abierta.
Yo estoy parado frente a ella, y a mi lado, otra figura hace lo mismo.
Sonreímos.
El calor es asfixiante.
Y frente a nosotros, una cara intrigada aparece.
Nos observa.
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