Sin pecado.
Abr 11, 2025
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Originalidad (contrarrestando).
Y resulta que la figura de ese ser, de algún modo, me resulta admirable. No, por supuesto, el Cristo de la cruz dorada ni el de los dogmas petrificados. Hablo de un Jesús de Nazaret humano, tal vez imaginado o reconstruido desde fragmentos y deseos, pero valioso en su rebeldía, su humildad, su mirada hacia los últimos, hacia los nadies. Un hombre de su tiempo, sí, pero con gestos que siguen siendo desafiantes en el nuestro. Esa elección —la de quedarme con ese Jesús— es personal, íntima, cercana a un código ético y muy alejada de una profesión de fe. Y no, no puedo, por más que me esfuerce, aceptar el Cristo de la Iglesia Católica.
Mi rechazo no nace de una cerrazón anticlerical, ni de un rencor cultivado por agravios propios ni ajenos. Nace del conocimiento. De la ciencia. De la evidencia acumulada que no puede seguir siendo ignorada. Adán y Eva no existieron. Esta afirmación, que para muchos puede sonar irreverente, no es una provocación gratuita, sino una constatación que la biología, la genética y la paleontología sostienen con claridad.
El relato del Génesis pertenece al territorio de los mitos fundacionales -es incluso anterior al relato mismo-, como tantos otros que los pueblos han creado para explicarse el mundo y domar el miedo.
Y, así, si no hubo Adán ni hubo Eva, no hubo tampoco pecado original. Y sin pecado original, ¿qué redención es necesaria? ¿De qué nos salvaría un Cristo crucificado si no hay culpa primigenia?
Toda la arquitectura doctrinal del cristianismo institucional, construida sobre esa falta heredada, se tambalea y cae. Y con ella, el Cristo sacrificial, el cordero inmolado, el drama del Calvario como tabla de salvación.
No puedo evitar una sonrisa amarga al recordar que Darwin, sin proponérselo, desmontó todo el chiringuito del Vaticano. Bastó con observar la naturaleza y atreverse a pensar. Bastó con escuchar a los fósiles, a las mutaciones, a la lógica impersonal de la evolución.
Ningún dedo divino esculpió al hombre del barro ni extrajo una costilla para crear compañía. Somos el resultado de millones de años de azar y necesidad. Y eso, lejos de restar valor a nuestra existencia, debería impulsarnos a asumirla con más responsabilidad, más humildad y, sí, ¡Por Dios!, con más ternura.
¡Ay, Señor!
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