Gorrión desnudo, la niña se sacude la tierra de entre el plumaje en pantomima de jolgorio. En el rosal se desprende con desparpajo los cascarones resecos como restos larvales, las carnes perfumadas con fragancia de suelo. En lo que se mece y se vuelve a revolcar, el ángel feo serpentea entre la madreselva y le espía con un ojo azul los regocijos, los reverberos. Se le aparece entonces, y se pregunta ella qué tipo de pájaro será aquel, con las alas de alabastro y salpicado de muchos pequeños ojos como escarabajos. Al ser se le abre un orificio y engendra un runrún espinoso, que le desgarra los caracoles, y la llama diciéndole:
– Mandan de arriba se haga hembra, señora.
La cría pega un corcovo de temor y se retrae sobre patas y manos. No conoce ninguna de esas palabras pegajosas y pesadas, su madre nunca se las ha dicho y su padre jamás habló, pero las ha intuido antes. Los escarabajos le relamen los huesecillos de la columna, y por primera vez le nace el pavor. Levanta la cabeza y busca allá arriba, queriendo encontrar a quien manda sin entender por qué ordena. Y allá lejos la vigila el ojo magnánimo, lejísimos. El orificio del ángel se deforma y suelta un piar que ella jamás escuchó, con risa afilada que le despierta las alarmas. Adentro la sangre le brinca como liebre con hambre.
Los pies se fugan ligero, las alas se agitan espasmódicas. Pero una mano que sale desde los dobleces del pajarraco blanco le agarra todos los cabellos, se pausa. Entra a echar sobre ella sus muchos ojos. Con uno, de una sola mirada, la madura para el fin mandado, y tiene descenso. El derrame es de fruta pasada, granada, cerezas, uvas, guindas, cuajos de distintos tamaños, coágulos como lagrimitas rojas. Sin terminar de entender pero adivinando que el festín le pertenece, la niña se agacha y hace el amago de juntarlo. La comida escasea en aquellos bosques a veces, y los hermanitos podrían hacer mermeladas y dulces. Pero el ángel dice, horrible: - Es pecado, señora, pe-ca-do.
Se acerca con ruido, agita de viento las rosas, que se sacuden y lloran, y estira la mano torcida. Defendiendo las mermeladas y los dulces la criatura abre grande las mandíbulas y le clava las dos hileras de dientes puntiagudos en la muñeca, condenándole la piel con un escudo de huequitos redonditos y rosados.
– Señora, tiene que estar limpia, por favor – insiste la bestia.
Y esa palabra le suena gentil, le suena a baños de agua caliente y piel tierna. Cede ella para satisfacer su curiosidad, se templa. Los crinos silban una melodía silvestre que le da sueño, la arrolla, comienzan a aflojársele los párpados. Entonces la mano del ángel vuelve a esconderse en los pliegues de alas u ojos, y sale con una lija pequeña, con la que le redondea los caninos mientras duerme. Dócil como muñeca de trapo, duerme. Y toda la ceremonia se desarrolla sin impedimentos ni mayores complicaciones. Encima de sus dos ojos acomoda el ángel dos lentejuelas, las pega con un pegamento espeso, amarillo. La noche llega y se va sin sospechar nada.
Al despuntar el día se despabila la niña, estira las patas, se revuelve sonriendo sobre un colchón blanco y esponjoso, y se sorprende cuando tiene que desprenderse de varias capas de telas de colores para ver la luz. Las sábanas están bordadas con firuletes de hilo dorado, preciosas. La cama es también de piruetas de oro, y está colmada de almohadoncitos floreados, a lunares, con encaje, por lo que de momento no le molesta que esté dentro de una caja de cristal. El ángel le trae una bandeja de desayuno, con caramelos colorados, hongos, y una taza de porcelana con un líquido que no tiene tan buen aroma.
Pero el ángel dice, meloso: - Tome, señora, la lejía la va a purgar, la va a dejar limpia.
Y seducida de nuevo por la ternura de la palabra, la niña traga e intenta no hacer muecas cuando se le quema el esófago.
Pasan las horas de la mañana. Afuera la madre estaría buscando gusanos, seguramente, para hacer algún guiso con flores, de las que no silban, por supuesto. Y ella comienza a aburrirse. La caja es pequeña y le hace doler las alas. Las lentejuelas son incómodas. El ángel no le ofrece más caramelos: está atareado preparando un manto blanco, recortando el organdí, cosiendo, bordando. Empieza a hacer calor, y el manto ya no le parece tan hermoso cuando lo tiene que llevar puesto y el sol la abrasa. Y cuando él le limpia las lagañas que guardaba con tanto cariño, y las fagocita por su orificio, se entristece, porque estaban muy coquetas: le colgaban de las pestañas, cuando la luna estaba redonda le quedaban los ojos de candelabro, y cuando pestañeaba hacían un ruidito de tintin muy divertido.
Fructifica. El ángel sueña en ella y por orden del gran sol una criatura, sin virilidad pero con fuerza. Gesta en tres minutitos chiquititos al huevito igualmente chiquitito, una canica translúcida, manchada, como de codorniz. Y lo adora igualmente rápido. Lo revuelve en la palma de su mano, lo lustra, le da sombra. Pero el sol, gigante, magnánimo, de todo se apropia en su afán de soldado. Le quita también el huevo, por si los colmillos no fueran suficiente, y a ella le cae una sola lágrima que se evapora en el camino, porque el sol se alimenta de su humedad. Llora porque sabe en un instante el destino de huevo frito de su criatura, porque no podrá guardarlo en la funda de la almohada, ni acariciarlo en secreto en la oscuridad y guardarlo de nuevo, seguro y algodonado, repitiendo el operativo para siempre.
En la caja el sol la incendia, enciende su pelaje, sus hermosas plumas pardas, iridiscentes, sucias, y ella se lamenta. La podredumbre que cae es su niñez y doncellez. Berrea: – ¡Ah! ¡Me quema!
Y más tarde: – Deseara ser la niña, de nuevo.
Me duele, dice la pajarraca, me duele.
Me duele, dice la hembra.
Me duele, suplica como para que le rellenen los lastimados con leche.
Me duele, sin temor, con amor podrido en la lengua.
Me duele, pregunta, me duele, ¡¡ME DUELE!!
La plegaria rebota contra la bóveda que guarda al mundo, como decía la madre cuando la dormía con fábulas, y el eco le responde: - Tolere, señora.
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