A Simón lo conocí a los pocos días de mudarme. Lo vi de casualidad una tarde, sentado en la puerta de su casa que queda justo en la esquina de la mía. Una casa modesta y bastante descuidada. Al menos lo que se ve desde afuera. Las macetas están casi todas rotas, las plantas prácticamente muertas y los escalones llenos de tierra. En fin. Como dice mi hija: cada uno vive como quiere.
Volviendo a Simón, yo lo vi pero él no me vio a mí porque estaba de espaldas cuando pasé sin hacer ruido, casi. Lo primero que me llamó la atención fue lo rubio que es. Más tarde descubrí que tiene los ojos marrones, cosa que me llamó poderosamente la atención. Tonterías mías, imagino, que pienso que si alguien es rubio tiene que tener los ojos claros, qué sé yo. Me podría haber acercado a saludar pero lo vi ahí, mirando al horizonte tan pensativo que no lo quise interrumpir.
Fue al día siguiente, o quizás al siguiente del siguiente, que nos saludamos. Ahí nomás tuve la certeza de que nos íbamos a hacer buenos amigos. Y yo no soy de hacerme amigo de cualquiera. Si no, pregúntenle a mi hija.
Simón estaba sentado otra vez en la puerta de su casa, mirando al horizonte como el primer día. Se ve que le gusta. Sólo que esta vez oyó mis pisadas sobre las hojas secas del otoño, giró la cabeza y me vio. Y se vino derechito hacia mí, corriendo como si nos conociéramos de toda la vida.
La cuestión es que Simón empezó a visitarme. Se cruza todos los días y viene a saludarme a la hora del almuerzo. Sabe que me va encontrar sentado bajo la morera, comiendo. Entonces entra como pancho por su casa y se sienta a mi lado. Me mira porque sabe que le voy a dar algún pedacito de tofu, ya le expliqué que desde que mi hija se hizo vegetariana yo también dejé la carne. Mientras come, yo lo acaricio y le saco las lagañas. Nos hacemos compañía en silencio, como a mí más me gusta, y nos sacamos alguna foto para mandarle a Gabriela, mi hija.
Tiene un collar azul que le perfuma el pelo rubio y sedoso, y repele las pulgas, supongo. Sus patas son cortas y tiene algunas uñas rosaditas y otras más tirando a transparentes. Su cuerpo es largo, al igual que sus orejas. Cuando corre parece que va a salir volando de lo largas que son y le cambia la cara: parece que se riera, es increíble. Si le digo esto a mi hija va a creer que estoy gagá, por eso se los cuento a ustedes. No sé por qué pero creo que me van a entender. Y tiene la lengua completamente negra este bicho. Yo lo cargo y le digo que tiene aires de perro de raza. Él me mira y me lame toda la cara. A veces miramos el horizonte juntos hasta que se cansa y se va.
Entonces levanto el plato, el vaso y el mantelito y entro a casa a dormir la siesta, para matar el tiempo hasta las cinco.
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