Siento algo atravesado en el pecho.
Es un llanto reprimido que, cuando no logra salir por mis ojos, se escurre por mi nariz en forma de mocos, lento, derramándose de a pocos.
Me di cuenta de esa sensación aquel viernes de abril, cuando estabas sentado a mi lado, riendo con fuerza.
Yo te contemplaba con ternura, pero también con dolor.
Después caminamos lento hacia el tren.
Recuerdo lo que dijiste:
—Mi mamá tiene algunas noches mal de salud
Y tus palabras hicieron eco en mi corazón.
Entonces, reviví esos miedos que me acompañan siempre:
el de perder a mi madre.
El de no ser suficiente.
El de no poder dar más, sobre todo en lo económico.
El miedo de que fallezca y yo siga aquí: atrapada, nadando en círculos en un país que no me gusta, entre personas que no entiendo, en conversaciones que no me despiertan.
Suspiro mientras escribo esto,
No sé cómo explicarlo.
Solo sé que ese dolor sigue ahí, atravesado.
Hay muchas partes de mí que se resisten.
Que no saben si dejarlo salir o seguir guardándolo.
Parece un mal chiste, pero me siento como esas personas que ni lavan ni prestan la batea.
¿Cómo hago?
Nunca aprendí a soltar con facilidad.
Aprendí a guardar.
A tragarme las lágrimas.
A esconder emociones como quien guarda un baúl bajo la cama
y lo olvida allí, hasta que un día no entiende por qué duele todo sin razón.
Ojalá algún día pueda llorarlo todo,
Sin miedo.
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