A veces pasa. Que nos sentimos impotentes.
Nos caemos. Intentamos una y otra vez pegar el volantazo, resistir al agua que cómo lágrimas nos moja. Pero no se puede.
A veces pasa, que caemos.
Un poco bajo. Menos de lo que pensamos. La cabeza nos juega en contra. Pero ahí estamos. De pie, desolados. Y ahí están ellos, gritando, alentando.
A veces parece que no pasa.
Porque quedamos dolidos, golpeados. Nos duele el alma.
A veces se hace cuesta arriba.
Escalamos cada curva como una montaña. La cabeza nos presiona, contra un casco que palpita. Un corazón que se clava en un ardor insoportable. La sangre no se detiene, sube, y parece que nos brota. Tanto que contagia.
Muchas veces nos decepcionamos.
Nos sentimos exigidos, pequeños errores que cuestan caro. Agrandamos todo en un impulso desmedido. No hay palabra que lo achique, lo enfríe. Rompa el espejismo que lo envuelve.
A veces, entendemos.
Cuando vemos al costado, que no estamos solos. Que no son solo nuestros dos hombros que sostienen ambas manos, sino millones de hombros más. Cientos a la vista, miles no tanto, muchos ceros invisibles que empujan más que nunca.
Hay un ardor que no viene del fuego. Que difícilmente se apague.
Viene de adentro. De todo un país que canta tu nombre. Que te mira en cada carrera con sus ritos y sus mañas: rosarios, cábalas, banderas, sentados, de pie, comiendo, en ayunas verdes sorbiendo amargos el dulzor de la esperanza. Pero nunca en silencio.
Porque aunque sea interno, de a ratos o como un río de constante euforia. No hay a veces.
Hay orgullo, hay adelantamientos, hay puntos y alegrías. Hay gloria. Hay colores que nos bañan, que nos unen. Hay siempre y hay todos.
Unidos, Franco.
Todos estamos con vos.
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