No es que no sepa que esto es un lunes. Sé perfectamente que la realidad se acomoda como los libros mal puestos: con una lógica arbitraria que no por eso deja de ser obedecida. Los hombres van a trabajar, los trenes llegan tarde, las tazas se quiebran. Todo sigue su curso, como las líneas de un pentagrama sin disonancias.
Pero yo hace tiempo que decidí vivir en mi propia melodía. Una especie de fuga, no en sentido de escape, sino como Bach la pensaba: una voz que entra, otra que imita, y todas juntas persiguiendo algo que no termina de ser capturado.
Entonces camino por la calle con mis auriculares rotos, que no suenan pero me protegen. Finjo escuchar jazz, aunque en realidad estoy sintonizando otra cosa: ese ritmo interno que me susurra que aún es viernes en mi corazón. Siempre viernes, aunque el mundo se vista de martes gris o domingo descompuesto.
Algunos me miran raro cuando sonrío en el tren sin motivo. No saben que acabo de ver a alguien enamorarse en cámara lenta frente al vagón 04. Otros no entienden por qué escribo fechas en reversa o hablo con los relojes. No saben que los segundos, cuando se estiran, pueden ser más dulces que una década.
No les explico. No se puede explicar que uno decide, con plena conciencia y una dosis justa de locura, vivir en un bucle donde el placer no pide permiso, la juventud no tiene edad, y el amor se queda solo el tiempo que tarda en evaporarse de un suspiro.
Y luego empieza otra canción.
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