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Si te soy sincero, hoy no quiero que me toques.

Gio

Sep 1, 2025

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Si te soy sincero, hoy no quiero que me toques.
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—Si te soy sincero, hoy no quiero que me toques.

 

Le quité la mano de mi entrepierna, la mano me temblaba. Me senté a la orilla de la cama.

Ella seguía ahí, sin mirarme a los ojos. Agarraba sus rodillas con las dos manos, mirándolas desde la esquina de la cama.

 

No es por ti. Es que hoy tuve un mal día.

Suena estúpido decirlo así, lo sé. Pero es la verdad.

 

En la universidad me va de la chingada. No entiendo nada, todo me queda grande. Siento que todos los demás avanzan y yo me quedo atrás como un idiota. Ya ni siquiera estoy yendo por completo a esas clases. Estoy empezando a faltar más y me cuesta cada día levantarme de la cama. Me frustra. Me siento cada vez más pequeño, más inútil, más nada.

Y claro, nadie lo nota, nadie se da cuenta, porque en el fondo soy solo otro nombre en la lista.

 

Y para acabarla, mi papá apareció. Mi papá, ese fantasma que decidió largarse con otra mujer como si yo fuera una deuda olvidada o un centro de mesa sin usar. Llegó con esa cara de perro viejo, queriendo sonar humilde, queriendo pedir disculpas. Disculpas. ¿Disculpas a mí? Ja, disculpas.

La palabra más podrida de la lengua castellana, la palabra más prostituida por los cabrones sin huevos. Me dio asco. Literal, me revolvió el estómago escucharlo. “Perdóname”, dijo, y yo pensé que ojalá se atragantara con la saliva al decirlo.

 

Se le quebró la voz al decirlo, y por un momento empecé a pensar que quizá no estaba ensayado.

Y de nuevo lo dijo: “Perdóname”. Y solo deseaba que la tráquea se le comprimiera para que no lo terminara de decir.

 

Porque no puedes pedir perdón por haberme dejado vacío. Porque no puedes pedir perdón por ser un cobarde y largarte. No se puede pedir perdón por algo de lo que no te arrepientes.

 

Y lo escuché, no tuve de otra. Con la cara tiesa y las manos temblando. Los ojos se hicieron pesados y ese nudo en la garganta que tanto, tanto, tanto odio. Y por dentro me gritaba que no, que no le creyera, que no le diera la satisfacción de verme ceder. Pero ahí estaba yo, otra vez sintiéndome un niño inútil frente al padre que nunca tuvo.

 

Me dio asco escucharlo. Asco real. Como si la palabra se me quedara pegada en el estómago. ¿Perdón? ¿De qué sirve ahora? No puedes pedir perdón por haberte largado, por habernos dejado jodidos, por no tener decencia humana.

 

Y mientras lo escuchaba pensé en ti. Pensé en esa persona de la que te enamoraste, no de mí. No, yo,

Yo ya no soy él.

Te enamoraste del valiente. Del soldado, del competitivo, de la joven promesa. Del que no tenía miedo de defenderse y que solo quería comerse el mundo. Y es que ya ni siquiera soy él.

Es que yo ya no soy él.

Yo ya no soy él.

 

Ah.

Un suspiro seco salió de mi boca, 3 segundos de silencio

 

 

Hoy en el desayuno mi mamá traía lentes de sol puestos.

¿Puedes creerlo? Lentes de sol en la mesa.

Desde los dieciséis no la había vuelto a tener que ver con lentes de sol en el desayuno. Desde los dieciséis no tenía que tragarme el coraje una vez más. Desde los putos dieciséis yo no era un cobarde de mierda.

Esa vez sí la defendí. Lo corrí de la casa. Lo golpeé. Lo dejé sangrando. Ya no era un niño. Ya podía defenderme y defenderla, los insultos, los gritos de ese día, no pude acordarme de nada en ese momento, no pude agarrar coraje para confrontarlo al cabrón una vez más.

 

Y hoy,

hoy la volví a ver con lentes de sol.

¿Y sabes qué? No hice nada. No pude. Estaba sentado, tragándome las disculpas de ese perro viejo. Como si sirvieran de algo, como si me hubieran curado una herida igual de vieja, como si en todo este tiempo de verdad hubiera necesitado cualquier cosa de ese cabrón.

 

Y entonces mi mamá bajó de las escaleras con los lentes puestos. Y lo supe. Debajo estaba el mismo moretón de cuando yo tenía 16, el moretón se filtraba por los costados de los lentes, el mismo tatuaje hecho con nudillos. Lo reconocí en cómo sostenía la taza, en el temblor de su mano, en la manera de bajar la cabeza. Y sobre todo en esa forma, esa perfecta actuación, de darme los buenos días como si no hubiera pasado absolutamente nada.

 

¿Y sabes qué? No hice nada,

Yo no hice nada. Nada. Me quedé callado. El mismo que a los dieciséis se sintió invencible, hoy era un imbécil paralizado por una disculpa que nunca necesitó, el mismo imbécil que juró que no iba a volver a pasar, se fue de la casa en ese momento. Y lo hice. Me fui. No le pude decir absolutamente nada.

 

Un pequeño silencio. La ventana de la habitación se opacó por una nube y el cuarto de pronto se volvió un poco más frío.

 

La vi a los ojos. Estaba distante. No me veía. No me veía, en realidad creo que ni siquiera me escuchaba.

 

¿Quieres saber la verdad? Tengo miedo. Me duelen las palmas. Últimamente me tiemblan las manos y volví a fumar.

Y tengo miedo.

Miedo de no ser suficiente.

Miedo de fracasar siempre.

Miedo de que un día me veas como a un extraño.

Miedo de que me dejes de querer.

 

Otro silencio

Ojos llorosos. Tres lágrimas en cada mejilla. Mirada distante.

 

—Tengo miedo de que no me quieras — te dije.

 

Y lo vi. En tu cara. El gesto mínimo. Lo suficientemente preciso para darme cuenta de una sola emoción en cada instante de tu mirada:

Asco.

Luego

Decepción.

Me viste llorar y dejé de ser hombre a tus ojos.

 

Te levantaste. Te pusiste tus lentes de sol. Sin decir nada. Abriste la puerta. La cerraste. Despacio.

Y yo me quedé ahí. Solo, en silencio. Con el pecho vacío.

Confirmando lo que siempre sospeché:

 

Que lo único que soy es un poco hombre.

 

Y que quizá,

en realidad,

 

Sí quería que me tocaras.

 

Gio

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