Me aferré a mi bebé, nerviosa. Observé las sombras que se alargaban en las paredes, deformándose en figuras extrañas, como si una escena de terror se desplegara frente a mis ojos. Por un momento, creí que cobrarían vida, que se volverían criaturas monstruosas listas para acecharme. El corte de luz—frecuente en las últimas semanas—había sumido la casa en un silencio espeso, apenas interrumpido por el paso de los colectivos y el murmullo distante de la gente en la calle.
Temblorosa, le entregué la bebé a mi marido, sintiendo cómo el peso de la responsabilidad se desvanecía por un instante. Un respiro fugaz. Efímero, claro. Me levanto de la cama, me saco el camisón y camino descalza sobre el parquet helado. Fantaseo con saltar del balcón. Imagino el aire frío lamiéndome la piel, ese segundo en que el cuerpo deja de ser peso y se vuelve liviano, un envión al vacío. En algún punto me brotan alas de la espalda. Una irrupción cálida y gloriosa que me arranca de este piso chato y me lleva lejos. Muy lejos de acá.
Los pensamientos no me dejan pegar un ojo en la noche; son como ratas arañando mi cráneo, desesperadas por escapar. Como yo. Me recuerdan cada mísero momento: los tristes, los vergonzosos, los que me dejaron paralizada, incapaz de decidir sobre mi propia vida. Como, por ejemplo, ser madre.
Soñé con estudiar en alguna universidad en mi provincia, tal vez trabajar, hacer amigos con quienes pasar la tarde charlando. Pero nada de eso pasó. Claro. Me quedé embarazada de un porteño al que conocí una noche, y tanto mi familia como la de él—Martín—se negaron a que abortara. Me obligaron a parir.
Ahora estoy lejos de casa y asustada, con el recuerdo de mi padre diciéndome que no vuelva, que no caiga en la nostalgia. Que busque algo mejor que la vida que tuvieron ellos.
La primera vez que la escuché, se me erizó la piel. Un sonido similar a un maullido emergía de las sombras de la habitación. Horrorizada, vi cómo la criatura empezaba a tomar forma: una figura esqueletica y lampiña de ojos negros, brillantes como cristales. Respiraba. Se movía. Y, con una lentitud espantosa, comenzó a caminar hacia la cuna donde dormía mi hija.
—Martín —murmuré con voz entrecortada, incapaz de formular una oración completa, de hacer algo tan simple como gritar—. Esa cosa... Martín.
Y, como si fuera un milagro, las luces volvieron, exorcizando cada rincón de la habitación. La cosa se había ido.
Le conté a Martín lo que había visto, pero él, incrédulo, intentó tranquilizarme. Fue inútil. Yo estaba segurísima de lo que vi. No estoy loca, pensé.
Desde esa noche, los cortes de luz fueron más frecuentes. Y puntuales. Las noches se convirtieron en escenarios de cientos de escenas dignas de una película de horror. Cada sombra adquiría una forma que me hacía tiritar. El miedo se me instaló como una enredadera terca, avanzando despacio, enroscándose en cada rincón de mi cabeza. Ganando terreno. Robándome, de a poco, la cordura.
Ese día, después de salir de compras, esquivar autos y colectivos que no frenaban, chocar con la gente apurada, abrumarme con el estruendo de bocinas, gritos y las sirenas de la policía, volví a casa. En el microcentro, todo era un torbellino de ruido y movimiento: oficinistas almorzando parados en la vereda, vendedores ambulantes gritando ofertas, el calor pegajoso mezclado con el humo de los escapes. Me sentí ahogada.
Por eso, cuando cerré la puerta de casa, sentí un alivio inmediato. Me sumergí en la rutina, tratando de encontrar algo de paz en esos pequeños gestos que ahora le daban forma a mi día a día.
Pero incluso en esos momentos, donde se suponía que estaba a salvo, sentía su presencia. Sabía que me miraba, acechante, desde algún rincón de la casa. O desde los edificios.
Las horas del día pasaban volando, y en un descuido, mientras acomodaba las cosas de Martín, el caos se desató. Afuera, la calle estalló en gritos. Adentro, otro desastre: el llanto de la beba me taladró los oídos, un lamento agudo, como el de un ánima en pena.
Lo supe de inmediato. Era un anuncio. Lo que tanto temía estaba por pasar.
La cosa, esa criatura, estaba encaramada en los barrotes de la cuna, desnuda y encorvada. No era humana. Era algo sacado de una pesadilla. Grande y esquelética, la piel tensa sobre los huesos, completamente lampiña.
En una mano sostenía la pierna de mi hija, que lloraba boca abajo, con el rostro enrojecido por la posición. Confundida.
Me miraba. Y, como si jugara conmigo, se lamía la boca con lentitud.
La puerta principal se abrió de golpe. Martín había llegado. Como un ángel guardián irrumpiendo en la escena, su presencia hizo que la criatura se tensara.
Soltó a la beba. La dejó caer al suelo.
Entonces abrió la boca.
El sonido que emergió fue imposible, un híbrido entre una sirena de policía y un maullido desgarrador.
Se lanzó por la ventana.
Corrí hacia mi hija.
—Esa bestia... esa cosa —le digo—. Se ríe de mí, Martín. Me mira. Se debe reír. Se ríe de mi miseria.
Él no vio nada. Debe pensar que estoy loca. Yo lo pensaría. Pero sé lo que vi.
Me lo imagino reconstruyendo la escena en su cabeza: nuestra hija llorando en mis brazos, la habitación apenas iluminada, yo temblando, desencajada. Todo tiene la forma de un delirio.
—Voy a hablar con mamá —dice—. Te va a ayudar con la bebé. Te va a hacer bien la compañía.
Asiento. No protesto. Pero la propuesta, aunque bien intencionada, me deja un gusto amargo en la boca. La acepto con una mezcla de resentimiento y resignación.
La presencia de esa mujer no me reconforta. Solo sirve para recordarme mi propia fragilidad. Mi dependencia.
Era sábado y hacía un calor insoportable. Estábamos en el comedor, tomando mates con mi suegra, mientras la bebé dormía en su cochecito.
Faltaba poco para que Martín llegara, seguro agotado y con los brazos destrozados de tanto levantar tachos y revocar las piletas gigantes de algún cheto.
Ojalá estar en una pileta y no acá con esta vieja, pensé, y solté una risita.
—Si que no estás bien, vos, ¿no? —dijo ella, mirándome por encima del mate.
Me quedé seria y tomé un sorbo.
Hacía días que la cosa no aparecía. Dormía un poco mejor. Me sentía casi segura, aunque me odiaba por eso. Tener a mi suegra en casa me daba un respiro, pero al mismo tiempo, su presencia me aplastaba. Sus críticas eran como agujas bajo la piel, o el inicio de una discusión eterna que podía durar horas.
Eran casi las ocho de la noche y el sol ya se estaba escondiendo. Las luces de los edificios y las calles se apagaron en efecto dominó, seguidas por los mismos quejidos de todos los días.
—Me estás jodiendo... —murmuré, apretando los dientes.
Cargué a la bebé en brazos.
—Voy a dejarla en la cuna. Vos prendé algunas velas, están en el cajón de la cocina, ¿podés?
Me metí en el pasillo, con la bebé en un brazo y la otra mano deslizándose por la pared para guiarme en la oscuridad.
La habitación estaba completamente a oscuras. Solo la luna se filtraba a través de la ventana, su luz débil y pálida bañaba la cuna, amenazando con desvanecerse en cualquier momento.
La dejé en su cuna y encendí algunas velas. Luego salí y repetí el mismo ritual por toda la casa.
Entonces, el llanto agudo de la bebé rasgó el silencio. Un sonido filoso que me atravesó la espalda como un cuchillo helado.
Eso solo podía significar una cosa: había vuelto.
El corazón me golpeaba el pecho como si quisiera salir. Corrí por el pasillo a ciegas, empujando a mi suegra cuando intentó detenerme.
Cuando irrumpí en la habitación, lo vi.
La criatura estaba encorvada sobre la cuna, las manos huesudas apoyadas en los barrotes, su cuerpo desnudo en sombras. Sentado en arcadas sobre el pecho de mi hija, la miraba con ojos hambrientos.
Las velas proyectaban sombras que danzaban en un baile macabro.
Bajo la luz pálida de la luna, la criatura se volvía más oscura, más monstruosa. Un horror
imposible de describir, algo que, si lo mirabas demasiado tiempo, podía enloquecerte.
Como me estaba enloqueciendo a mí.
Estaba cansada, exhausta y tenía un sueño insoportable. Aspiré hondo y me lancé hacia la mesita al costado de la puerta, donde estaban las agujas de tejer. Tomé una de ellas y la clavé en el brazo huesudo de esa cosa, haciendo que soltara un quejido de dolor.
Vi que sí lo había dañado. Volví a tirarme encima de él y empujé la criatura de la cuna, haciéndola caer al suelo.
Iba a dar lucha, pero lo más impactante era que no ofrecía resistencia. No se defendía.
Tomé con fuerza la aguja y la apuñalé. Una, dos, tres veces. La aguja se hundía en su carne, acompañada por los gritos de agonía y aquel fluido viscoso, negro como sus ojos, que teñía el piso.
Los alaridos eran tan intensos que Martín irrumpió en la habitación, horrorizado por la escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Me reí. Solté una gran carcajada nerviosa, pero era triunfante. Con un gesto de victoria, tomé a la criatura por el cuello y la exhibí frente a Martín, que estaba parado frente a la puerta, pálido.
— ¿Ves, Martín? No estaba loca. Ustedes no me creían. — Le grité, dando saltitos en el líquido viscoso del piso. — Mira, maté a la criatura. Ya no me va a joder más. — Añadí, sacudiendo el cuerpo inerte como para asegurarme de que estaba muerta.
Él me observó lentamente y luego miró a la criatura. Mi suegra entró en la habitación y se quedó inmóvil, al igual que Martín. Se tapó la boca y me preguntó qué había hecho.
— ¿Ves, Carmen? Mira. Ya no va a joder más. Ustedes que no me creían. No estaba loca. Era verdad.
No decían una palabra y, finalmente, pude ver todo. Y pude entender. El espejo me devolvía la mirada y
con ella el cuerpo de una joven de veintitrés años, pálida y casi en los huesos, con su hija de ocho meses… muerta.
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