Miro el espejo por la mañana y le hablo al varón del reflejo. Soy intensidad. No de esa intensidad fingida de los actores de tragedias de bolsillo, sino de la otra, la que arde sola sin testigos, la que te empapa la camisa aún antes de decir una palabra.
Con la naturalidad de quien respira sin pedirle permiso al aire. Salí a la calle y lo supe apenas el viento me tocó el rostro: no estaba hecho para las medias tintas ni para el café tibio. En esta época, ser alguien que siente y vive con intensidad es casi una grosería. Te miran raro si te brillan los ojos al hablar de algo que amas, si gesticulas con el cuerpo entero, si te quiebras sin pedir disculpas.
La intensidad se considera una herejía mayor, como usar sombrero en misa o amar con todas las letras. Uno se entrega y ya es sospechoso.
Se sataniza, sí. Darlo todo, incluso lo que no se sabe que se tiene. Amar algo, o alguien, como si el mundo no tuviera botón de pausa. Poner el alma en las cosas como si no doliera. ¿Desde cuándo la pasión es una falta de respeto? ¿Quién firmó ese edicto? Yo no.
Si esto está mal, y algunos lo dicen como quien sentencia desde una oficina con persianas cerradas, entonces háganme un trono y corónenme: soy el emperador de los malos, de los que sienten demasiado, de los que no disimulan. Y que vengan los protocolos sociales a morderme los talones, yo no pienso entibiarme para encajar en un molde hecho de plastilina gris.
Seré fuego. Seré grito. Seré mi propia metáfora.
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