SER GRANDE.

Cuando era un niño, de mi brotaba una feroz admiración por los adolescentes. Ellos eran altos e inteligentes. Tenían las puertas abiertas a un mundo desconocido para mí. Lo que estaba a mi alcance era jugar con muchos juguetes, ir al colegio y divertime. Como todo niño, pasaba horas en el patio de mi casa recolectando hojas, tierra y pasto, para luego mostrarle a mi papá con emoción todo lo que habia encontrado. Aun así, yo quería ser adolescente, vivir la experiencia de ser grande, porque para un niño, los grandes pueden hacer lo que quieren y cuando quieren, usar ropa cool, tener muchos amigos, escuchar rock, ir a la secundaria, tener novix, salir en la noche o cualquier rasgo idealizado que nada tenga que ver con lo infantil. No es que odiara ser infantil, pero, a veces me avergonzaba de eso, quizás era por mis rasgos aniñados, mi voz chillona y mi intensidad por conocer y pertenecer. Los adolescentes eran serios para mí, no querían jugar y se aburrían fácil. Por otro lado, yo tenía un cohete en el culo, pero eso ya es otro tema.

Finalmente, la adolescencia llega a mi vida para transformar todo: quién soy, con quién hablo, qué me gusta y qué no, a donde quiero pertenecer, qué siento, qué quiero decir, qué voy a callar, qué voy a romper, y cuándo me romperán, qué busco, qué voy a encontrar, qué dolor inmenso llegará, qué impulsos voy a tomar, qué preguntas surgirán, qué opciones voy a tener, qué salida voy a tomar y corromper con la niñez idealizada.

Los cambios son inevitables, fugaces y abruptos. Días cortos, madrugadas eternas, cuatro paredes, felicidades efímeras, risas ahogadas, amores injustos, ilusos, tormentosos. Ropas sucias y oscuras, música ruidosa sin parar, cafés eternos, abrazos fuertes, soltadas de mano, escapes de la realidad, el pasto desteñido, ira contenida, cigarrillos ocupados, miradas ocultas

Entonces, ser grande era más que usar ropa cool y salir de noche.